Las reducciones jesuíticas de indios guaraníes / 1609-1818
3. EL TRATADO DE LíMITES DE 1750 Y LA GUERRA GUARANI
Esta guerra, infausta para las doctrinas jesuíticas del Uruguay, fue la consecuencia del tratado de límites o de permuta, entre España y Portugal, firmado en Madrid el 13 de enero de 1750, y cuya ejecución por parte de España ordenó la real cédula de Buen Retiro, de 24 de agosto de 1751. "Por una población de 2.600 almas, como Los indios de los siete pueblos sacrificados se resistieron tenazmente al abandono de sus tierras y a fundar nuevas poblaciones al otro lado del Uruguay. Esta resistencia armada se conoce con el nombre de la guerra guaraní, que aquí se estudia. La oportuna llegada del nuevo gobernador y futuro primer virrey del Río de Diose prácticamente con el tratado de límites el primer paso en orden a la expulsión de Su firma incluyó tan sólo a siete de las treinta doctrinas guaraníes existentes en la provincia jesuítica del Paraguay; pero las consecuencias alcanzaron a todas las demás. El tratado, por otra parte, sorprendió a la Compañía de Jesús en la plenitud de su expansión misionera; y tan rudo golpe recibieron los siete pueblos, que no lograron ya nunca más recuperarse del todo. 1) La realidad del tratado Por él España cedía a Portugal, a cambio de la Colonia del Sacramento, todo el territorio comprendido entre el río Uruguay y el océano, con obligación de pasar a la otra banda los siete pueblos de San Nicolás de Bari, San Miguel, San Luis Gonzaga, San Borja, San Lorenzo, San Juan Bautista y Santo ángel de la Guarda. Total unas 30.000 personas que debían dejar tierra, casa y plantaciones, cargar con sus haberes, y reconstruir en la margen derecha del Uruguay las propias poblaciones. En la elaboración del tratado intervinieron, por parte de España, el ministro de Estado don José de Carvajal y Lancáster; y, por parte de Portugal, el embajador don Tomás de Silva Trelles. Comisario general de su ejecución fue el peruano don Gaspar de Munive, marqués de Valdelirios. Delegado del prepósito general de la Compañía de Jesús para la entrega de los pueblos, a propuesta de la Corte, lo fue, a su vez, el jesuita Lope Luis Altamirano, rector del colegio de Baeza. Causante principal de este desbarajuste territorial fue el peruano marqués de Valdelirios; quien, resuelto a eliminar el comercio de Buenos Aires que, por el contrabando de la Colonia en poder de Portugal, impedía al Perú el monopolio de los galeones y la introducción de géneros prohibidos, bregó cuanto pudo —y lo consiguió al fin— por la estipulación del tratado que prácticamente cerraba el comercio de la Colonia y, consiguientemente, el de Buenos Aires, en beneficio de los negociantes limeños. La nota de Ricardo Wall, ministro de Estado en España, al marqués de Valdelirios, firmada en Buen Retiro el 28 de diciembre de 1754, es tan absoluta respecto de los intereses materiales del Perú, que nada se concibe superior a ellos: “Todo nuestro interés consiste en quitar esa Colonia que nos pierde el Perú. Y esto conviene cueste lo que costare.” 174 Pero sucedió que Alejandro Gusmao, secretario de Juan V, vio seguro el negocio de ceder la Colonia, casi neutralizada con la fundación de Montevideo, a trueque de los inmensos territorios que redondeaban las posesiones portuguesas y aseguraban su dominio.175 Con lo que apoyó decididamente el proyecto. 2) Defectos sustanciales del tratado Los hubo de índole varia, y se fueron manifestando en los muchos memoriales de origen jesuítico singularmente, llegados a Buenos Aires y a Madrid. a) Las leyes de Indias. El primer reparo que se puso a esta concesión con renuncia de territorio, fue la ley 1°, título 1° del L. III de la Recopilación. Su texto es de mucha gravedad: “Y, considerando la fidelidad de nuestros vasallos, y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra Real Corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra Real por Nos y los reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas, ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón, o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula y por tal la declaramos.” 176 Parecería que palabras tan solemnes y definitivas debían haber tenido más peso en la balanza de los ministros del rey Fernando. Alegóse también la bula de Benedicto XIV, Inmensa Pastorum Principis, de 1741, con excomunión por estos atentados contra los indios Se tachó la cita de impertinente; pero hubo empeño en probar que era “muy del caso su alegación”. 177 b) Falta de consultación. Este fue otro de los grandes defectos del tratado de 1750. Como se recelase fundadamente que su conocimiento previo habría provocado enorme oposición en el Río de la Plata, se esquivó la consulta y todo pasó como de contrabando. “Para hacer este tratado o trueque —exponía el padre José Cardiel— no se pidió informe acá, como se ha hecho siempre en cosa de menor monta, o a nosotros, o a los obispos y gobernadores, o a unos y otros. Todo se hizo ocultamente allá en La misma objeción del sigilo con que se llevaron adelante las tramitaciones, opuso al tratado en 1756 el padre Francisco de Rábago, confesor del Rey durante su elaboración: “Portugal tiene a la entrada del río de la Plata una Colonia, por donde se hace el contrabando. Ofrecieron trocarla por siete lugares que están en la orilla del río Uruguay hacia el Brasil; y se concluyó este tratado tan secreto por el señor Carvajal, que no se vieron los inconvenientes, ni se consultaron a los virreyes, Audiencias, ni nadie fuera de Madrid; ni en Madrid se sabe con quien se consultó.” 179 c) Medida ilógica. El tratado tendía a proteger el comercio del Perú agravándolo; como que, en sentir del historiador jesuita padre Pedro Lozano, los perjuicios que se intentaban salvar con la recuperación de la Colonia, quedaban en pie, “y quizá se aumentarán, y se seguirán otros gravísimos inconvenientes que serán irreparables”. Con la nueva demarcación aún se llevará “peor que ahora este punto de los contrabandos de portugueses”, porque con ella “se acercan muchísimo más a las poblaciones castellanas”, y peligrará todo el resto al debilitarse las doctrinas, dado que “la fuerza principal de la corona de Castilla por estas partes son los treinta pueblos de la nación guaraní”. 180 Teniendo los portugueses el dominio de los siete pueblos, podrán deslizarse hasta Buenos Aires por el Uruguay, recorrer la costa del Paraná, llegar al Tucumán; y, dándose la mano con las poblaciones lusitanas de la parte superior del río Paraguay, introducir ganados en Corrientes, Villarrica y Asunción. Consagraban, por otra parte, tan sorprendentes concesiones la secular política de expansión, que había mantenido Portugal en las Indias Occidentales contra los derechos de España. 181 d) Atentado contra los indios. Imponíase una odiosa desigualdad de trato a los indios, con abuso de su poquedad y corto juicio. De esta objeción se hizo cargo principalmente el padre José Cardiel en su misiva a Juan Laguna: “Siendo los guaraníes, en boca de los mismos reyes, los más beneméritos vasallos, piden que los traten siquiera como a los menos beneméritos o, a lo menos, como a los mayores damnificadores de estos reinos, cuales son los portugueses.” 182 El deán de la catedral de Asunción don Antonio González de Guzman, en su informe de 28 de abril de 1752, advirtió las pérdidas ingentes que acarreaba a los indios de los siete pueblos el abandono de sus tierras. Dijo de los dichos pueblos que “son los mejores y más populosos de los treinta” que forman el bloque guaraní. “Sus templos —adujo con alguna exageración— son mejores que los de las catedrales de estos obispados, y se duda que los haya mejores en toda la América Meridional.” La descripción de tos edificios es inobjetable: “Sus calles y casas son todas a cordel derechas, cuadradas y con soportales sobre columnas de piedras en cuadro, todas cubiertas de teja y con paredes ya de piedra, ya de adobes, sobre cimientos de piedra, y exceden a las más de las ciudades de estas partes.” Ponderó después “sus planteles de los árboles yerbales del Paraguay”. Era la riqueza principal de la zona, que se perdía irremisiblemente con la trasmigración. Mientras que, vendida en Buenos Aires, cubría su importe el tributo, y se compraban “todas las cosas necesarias para el común y para sus templos”. Otra riqueza también se desvanecía: la de los algodonales, que eran “de tanto costo, sino más, que las plantas de yerba”. Se creaban en cambio, las peores perspectivas a estos productos de primera necesidad; perspectivas que así puntualizó el deán González: “La tierra a que únicamente pueden trasmigrarse, que es la que habitan los infieles charrúas y minuanes, bagamundos y de a caballo, no es terruño que, aun a fuerza de mucho cultivo, críe la planta de la yerba ni la de el algodón”. Con lo que “se perderán 29.200 personas, que son las que actualmente tienen estos siete pueblos”. 183 Los hechos dieron la razón a nuestro deán. Las familias transmigradas no constituyeron nuevas poblaciones; se acoplaron a las demás, con grave perjuicio de todas. Un argumento circunstancial vino a aumentar en este orden la ojeriza contra el tratado y su ejecución. A los indios que, con la mudanza, sufrían una pérdida material calculada en dieciséis millones, se los resarcía con cuatro mil pesos por cada pueblo.184 Lo que se hubo de interpretar por los misioneros como una burla sangrienta. Y aun cometió el ministro Ricardo Wall la insensatez de escribir a Valdelirios, que los favores del Rey para los gastos de la trasmigración no habían “tenido más efecto que endurecer el corazón de esos padres y pastores suyos, hasta precipitarlos, sacrificándolos a la furia del hierro y del fuego”. 185 e) Responsabilidades. No es claro de todos modos, en la documentación de la época, que el arreglo de 1750 fuese la primera gran maniobra antijesuita que culminó en 1767 con el extrañamiento de la Compañía de Jesús, o sólo un convenio de carácter estrictamente político, resuelto después, por las circunstancias, con choques fragorosos contra los jesuitas del Plata y Paraguay. Que la reina María Bárbara de Braganza, hija de Juan V de Portugal, se propusiese favorecer a su patria de origen con detrimento de España y de su Rey, tampoco es dable aceptarlo en firme, por falta de pruebas definitivas, si bien figure repetidamente su nombre entre los propulsores del tratado. Aunque todas las disposiciones llevan la firma del rey Fernando, como era lógico, no le atribuyen culpabilidad responsable los papeles de la época. Ello no quita que, a la postre, se le adjudicasen las maléficas consecuencias del tratado, según dictamen del jesuíta Pedro Juan Andréu: “Con cuanto hiciere el Rey, no puede hacer más contra la Compañía que lo que hizo contra la Iglesia Dioclesiano, que es acrisolarla y retinarla. El Rey es bien digno de compasión.” 186 Pero si pudo haber buena fe en las intenciones con que se fraguó el convenio, no la hubo en la reserva que acompañó a su tramitación. Un asunto de tanta monta exigía largas consultaciones de cuantos, sobre todo, quedaban afectados con la permuta. Y aquí sí entran los factores principales del tratado: por la parte de España el marqués de Valdelirios y el ministro José de Carvajal y Lancáster; y, por la de Portugal, cuantos tuvieron injerencia directa en las tramitaciones. |
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