Así fué Mayo (1810-1814)
Mayo en la Capital
 
 
La gente, al oír pronunciar el término revolución, asocia la palabra a escenas necesariamente terroríficas y termina, desde luego, espantada. La modificación del “statu-quo” personal —aunque sea sin riesgo de vida— es algo cuya sola posibilidad hace temblar de miedo al burgués. Vivir al día, en la incertidumbre, jamás hará feliz a un buen padre de familia. ¡Está tan lejos él de quienes, por su situación social o económica, nada tienen que perder con un cambio de régimen! Porque el burgués en general es anti-heróico por definición.

Otros, con menor proporción de bienestar doméstico, más inquietudes idealistas o resentimientos, buscan la revolución a marchas forzadas para encaramarse en su cresta —a costa de los hasta ayer satisfechos— ejecutando, desde arriba, su terrible venganza o ensayando, intransigentes, toda clase de hipótesis redentoras sin tener en cuenta la realidad ambiente.

La incomprensión, el odio o el fanatismo de entrambos grupos, antagónicos, al romperse los diques de la cotidiana rutina por la convulsión revolucionaria, hacen imposible —en razón de su unilateralidad— la convivencia social requerida para restablecer, poco a poco, el equilibrio alterado por el sacudimiento.

Para evitar que la sociedad sucumba entre la ceguera aferrada a un pasado muerto y la demagogia de los ideólogos —forjadores de utopías, abortadores de sueños— se hace preciso que una tercera fuerza surja armonizando la tradición viva, la costumbre actual, con la necesaria doctrina reformadora de lo caduco y petrificado que ha perdido vigencia. Pero esa tercera fuerza, sólo podrá tener estado político una vez eliminadas —en forma violenta o por desgastes incruentos— las dos tendencias extremas a que me vengo refiriendo. La batalla empeñada por los energúmenos de la novedad contra los defensores del viejo régimen, debe ser previa y pública. Y es necesario, además, que sus efectos conmuevan la fibra del pueblo todo, amenazado en su integridad por el separatismo, la guerra civil o la intervención extranjera.

La ley de las revoluciones históricas aparece, así, como la resultante de una lucha sin cuartel entre dos términos negativos de vida. Las reformas verdaderas, la reconciliación de los espíritus, el orden estable —constructivo e institucional de la comunidad—, vienen recién más tarde. En el arca frágil de todo auténtico engendramiento, las eternas semillas cuidadosamente guardadas, duermen, como por milagro —y durante bastante tiempo—, su lenta fecundidad de destino.


Los factores en juego

En 1810, aquellos dos factores que cruentamente encendieron en Buenos Aires la chispa de la Revolución de Mayo —vale decir: la lucha del viejo régimen y el nuevo sistema—, llevan, en nuestra historia, nombres propios en su comienzo: Cisnerismo y Morenismo. La tercera fuerza de equilibrio aparece enseguida, a poco de caer exhaustas y en desprestigio las tendencias nombradas; se llama Saavedrismo. Ella continúa con tal denominación, hasta las postrimerías del año 1811.

Pero vayamos por partes. Si resultó anacrónica la doctrina sentada por el Obispo Lúe en el Cabildo Abierto del día 22, quien —según nos refiere López 1— “con modales y palabras agresivos dijo que estaba asombrado de que hombres nacidos en una colonia se creyesen con derecho de tratar asuntos que eran privativos de los que habían nacido en España, por razón de la conquista y de las bulas con que los papas habían declarado que “Las Indias eran propiedad exclusiva de los españoles”; no lo fue tanto la sostenida por el fiscal Villota: “hombre de altas prendas morales y jurisconsulto sumamente respetado de los jóvenes legistas que encabezaban a los patriotas”. Al pronunciarse por el mantenimiento de las autoridades constituidas, hasta tanto “los pueblos todos del Virreinato concurran con sus representantes a la capital”; para, en un Congreso, “resolver lo que corresponda a la mejor conservación de los derechos del soberano de la metrópoli”, el fiscal preparaba, con apariencias legales, un golpe de muerte a la Primera Junta electa el día 25.

Porque el interior, rancio y proteccionista, tenia viejos agravios pendientes contra Buenos Aires, que había empobrecido las industrias vernáculas por obra del régimen de franquicias fiscales iniciado con el Bando de Libre Internación dado por el Virrey Ceballos el año 1777. Antes de constituido el Virreinato —razones de orden político y militar privaron sobre las económicas—, existían al Sur de Lima dos conglomerados territoriales de características propias y régimen legal diferente: el de los pueblos rioplatenses del litoral, y el de las ciudades más antiguas y mediterráneas del Tucumán.

Ambas zonas gozaban de un régimen económico sui-generis, de acuerdo a su configuración geográfica y a la proximidad o alejamiento que los separaba de los centros poblados y más ricos del Perú. La barrera demarcatoria, la línea fronteriza que dividió aquellos mundos, rivales en potencia, cuyo origen reconocía corrientes colonizadoras distintas (llegada del Este la primera; salida del Norte la segunda), era la Aduana Seca de Córdoba, establecida en 1622 “para impedir que los productos introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires —señala José María Rosa (h) en «Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica»— compitieran con los industrializados en el Norte. Y que el oro y los metales preciosos no emigraran hacia el extranjero por la boca falsa del Río de la Plata”.

“Hubo así dos zonas aduaneras en la América Hispana —agrega el mismo autor—: la monopolizada y la franca. Aquella con prohibición de comerciar, y ésta con libertad— no por virtual menos real —de cambiar sus productos con los extranjeros. Y aquella zona, —la monopolizada— fue rica; no diré riquísima, pero sí que llegó a gozar de uní alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad”.

“La supremacía bonaerense durante la época colonial — escribe en este sentido Ricardo Zorraquín Becu 2— fue sin embargo demasiado breve para que el centralismo implantado con el virreinato y las intendencias echara raíces en las costumbres y se convirtiera en tradicional e indiscutido. Su elevación al rango de Capital no consiguió sofocar un antagonismo latente exacerbado con esta misma hegemonía; y la enemistad incubada durante la colonia estalló violentamente cuando Buenos Aires pretendió ejercitar fuera de las normas establecidas la superioridad que había conquistado a través de los siglos”.

La hábil maniobra Cisnerista de Villota —enfrentando a Buenos Aires con los pueblos del interior (que, como se ha visto, desde antiguo le eran hostiles), para destruir la revolución porteña en ciernes —fue lo que en definitiva azuzó al Morenismo a la lucha cruel. Ello provocó la estrepitosa caída del viejo régimen representado por Cisneros, e hizo imposible — con el apoyo de Inglaterra— toda reconciliación ulterior entre ambos bandos políticos.


Mr. Mackinnon y Moreno

Constituida la Primera Junta, las circunstancias la obligaron a aceptar, a más no poder, el principio de la convocatoria de un Congreso General del Virreinato integrado por representantes de tierra adentro, como lo propuso Villota tres días atrás.

El Cisnerismo, desalojado del Fuerte, preparaba solapadamente la insurrección general de las Intendencias contra la capital, cuya Aduana —desde su creación en 1778—, enriquecíase con la introducción de mercaderías de ultramar a costa de la miseria de sus hermanas, que debían soportar una ruinosa competencia.

Mariano Moreno, “excelente abogado del comercio inglés y patriota de última hora” —son palabras de Carlos Roberts 3—, acababa de ser nombrado Secretario del Gobierno Provisorio, cargo que aceptó sorprendido después de hondas vacilaciones, según nos cuenta su hermano Manuel. ¿Qué antecedentes ostentaba este joven de 31 años, graduado hacía poco en la Universidad de Chuquisaca donde fue a estudiar para sacerdote; relator de la Audiencia, más tarde, y defensor eficaz ante el Tribunal de minúsculos intereses de su clientela particular?

Hasta ayer nomás, había colaborado con el Virrey Cisneros en carácter de consultor privado; pues era menester dar cumplimiento —entre otras cosas— al tratado anglo-español del 14 de enero de 1809 que otorgaba a Inglaterra “facilidades” comerciales en América. Se le sabía, por otra parte, enemigo personal del caudillo Liniers —acaso por razones de política internacional—, y así lo demostró el primero de enero del año anterior al acompañar a Alzaga en el famoso motín de esa fecha, conjurado por Cornelio Saavedra. Y se le sabía también autor encubierto de la Representación de los Hacendados: alegato vehemente contra el sistema de comercio protegido, de España con sus colonias, que impedía la introducción a Buenos Aires de mercaderías extranjeras; en este caso, de procedencia británica.

A la sazón, actuaba de presidente de la Comisión de Comerciantes de Londres en Buenos Aires, el influyente Mr. Alex Mackinnon, quien, en tal carácter, tuvo oportunidad de relacionarse con el joven Moreno, contratando sus servicios profesionales. Acaso este acercamiento entre el mercader anglosajón, agente del ministro Wellesley, y el talentoso criollo consultor del Virrey: “el primero de una larga lista de grandes abogados argentinos —señala Roberts4— que han representado profesionalmente, hasta el día de hoy, los importantes capitales e intereses comerciales ingleses”, tenga relación con la inesperada designación de este último para el importante cargo de Secretario del gobierno que reemplazaba a Cisneros. Levene, biógrafo y apologista del prócer, es quien en su obra «Ensayo sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno», parece insinuamos semejante posibilidad. Así en la página 87 —tomo II del referido libro— consigna la siguiente nota: “En cuanto al nombre de Moreno —aparte de su reputación como letrado y autor de la Representación de los hacendados —existen documentos que permiten afirmar que los ingleses tuvieron intervención en los sucesos del 25 de mayo5, circunstancia que acaso haya incidido favorablemente con respecto a la personalidad de Moreno”.

En este orden de ideas, pueden exhibirse, a no dudarlo, pruebas muy sugestivas.

En efecto, el 15 de marzo del año 1810, Mr. Mackinnon escribía reservadamente al honorable Secretario de Estado del Departamento de Relaciones Exteriores de Su Majestad: “Aún los más confiados, en sus esperanzas y deseos para la seguridad de España, ahora desesperan, pero ninguna medida se ha tomado para prepararse para lo peor, la voz corriente es, independencia, bajo una estrecha alianza con Gran Bretaña. Bajo cual sistema será propuesta, todavía no ha sido contemplada”. Don Alejandro no sospechaba que el “sistema” de alianza se hallaba ya documentado en un memorandum de fecha 15 de noviembre de 1809, dirigido a Wellesley por Charles Stuart, importante funcionario de su ministerio. Ese documento (Expediente 72/90 del Departamento de Relaciones Exteriores), trata de los beneficios de todo orden que obtendría Gran Bretaña apoyando las tendencias emancipadoras del rico mundo hispanoamericano. Las condiciones de la ayuda quedan bien patentizadas en esta breve e inequívoca frase, con resonancias de ultimátum: “Acceso a sus puertos, la navegación de mares hasta ahora cerrados a los europeos y la libertad de comercio en sus ríos, son las ventajas reales a conseguir...”

Mariano Moreno era, sin duda, en esos momentos, el hombre fuerte que imponía orientaciones políticas al primer gobierno patrio.

Y bien, el 12 de agosto, Mr. Mackinnon informaba a la Superioridad sobre las últimas ocurrencias revolucionarias, con estas palabras reveladoras: “No bien la Junta fue instalada, ella declaró, que los súbditos británicos no solamente quedaban libres de permanecer todo el tiempo que desearan (al margen —señalo yo— de las Leyes de Indias); sino también se nos anunció que gozábamos de toda la protección de nuestras personas y propiedades y una libre participación en las leyes y privilegios cívicos que ahora poseían los nativos”.

La guerra preparada por el Cisnerismo iba a estallar en seguida entre el interior del Virreinato y su Capital, con motivo del reconocimiento al Consejo de Regencia exigido por la Audiencia. Y Moreno, mientras pedía armas y prometía ventajas, privilegios y cesiones territoriales a Inglaterra —por intermedio de Matías Irigoyen, José Agustín de Aguirre y Tomás Crompton; o directamente del embajador Strangford—, mostraba a la faz de un mundo claudicante y desorientado su terrible garra de piloto de tormentas.


El Secretario de la Junta

La personalidad de Moreno no reside en el repertorio de temas revolucionarios que manejaba —en este punto adoptó las ideas del “mirandismo”—, sino más en su recio temperamento de luchador extremista. Ideológicamente, carecía de originalidad creadora. Sus doctrinas de segunda mano, nada nuevo agregaban a las ya muy divulgadas en España por la escuela liberal, con Campomanes y Jovellanos a la cabeza, el P. Feijóo y Montenegro y otros de menor categoría intelectual. Fundadas en principios generales: “nunca bien asimilados y difundidos, repugnantes en el fondo a las masas, hacían las veces de un cuerpo extraño y sin cesar provocan la resistencia de las fuerzas nacionales —ha escrito Alejandro Korn6—; no atinaron a otra cosa que traducir al español las frases jacobinas y se perdieron en la claudicación extraviada de los afrancesados o en las anticipaciones retóricas de las cortes de Cádiz”.

En América, las nuevas ideas hubieron de penetrar por imperio de “viles ministros de la impiedad francesa” —como los define Menéndez y Pelayo—; o filtradas por herejes y contrabandistas, mas que en virtud de la teoría o la enseñanza doctrinaria de la cátedra. Y lo mismo sucedió en el terreno de las concepciones económicas.

“Lo que ocurría en Cádiz en 1808 (por ejemplo) era exactamente lo mismo que sucedía en Buenos Aires en 1809... En España se defendía el comercio libre con los ingleses hasta en forma irónica y faltando en cierto modo el respeto a las autoridades —anota De Gandía en un trabajo sobre el prócer de Mayo 7—; Moreno, en su célebre «Representación de los hacendados» —añade—, defendió la libertad de comercio para el puerto de Buenos Aires con los mismos argumentos y a menudo las mismas palabras de economistas liberales españoles, que defendían idéntica libertad para los puertos de la Península”.

Moreno, discípulo del canónigo Terrazas —en cuya biblioteca había leído a los enciclopedistas y filósofos de la Ilustración—, admiraba sinceramente el «Contrato Social» de Rousseau, que se encargó de difundir en la gran aldea con prólogo suyo, no sin antes haber expurgado de la obra toda referencia anticlerical o irreligiosa. Pero aparte de sus influencias librescas que, a mi juicio no lo definen, el joven Secretario demostró poseer —y lo acreditará desde el gobierno— un indomable temperamento (aunque sin descuido de las oportunidades) y un extraordinario temple para afrontar situaciones de responsabilidad o de riesgo. Desprejuiciado y audaz, nunca faltóle valor moral en los momentos difíciles de prueba. Fue, en esto, muy superior a Miranda, aventurero impenitente, a quien, más veleidoso que el pichón platense, los aires tropicales de la tierra natal llenáronle acaso el alma de románticas utopías incurables.

Moreno era, ante todo, un espíritu nervioso pero ejecutivo, no obstante su extraordinaria sensibilidad, que, al decir de su hermano Manuel 8: “fue el más sobresaliente de todos los elementos de su carácter, y que particularmente lo distinguió en todos los pasos de su vida”. En ocasiones violento y cruel; jamás fue impulsivo sin embargo. Faltóle la virtud de ingenuidad, característica en Belgrano, que hace buenos a los hombres. Por eso, quizás, obró implacablemente cada vez que se lo permitió el enemigo que tenía por delante. Maquiavelo criollo después del 25 de Mayo, representó ese papel más por obligación moral, por deber impuesto a sí mismo, que por espontáneas inclinaciones del espíritu.

A falta de auténtica popularidad, debió recurrir necesariamente a la maniobra, a la intriga política y a la pena capital como único recurso para imponerse.

En el fondo, eran bien fríos y prácticos sus amores al margen de la ley, con Gran Bretaña, a la que favorecía “pro domo sua” desde el gobierno. ¡Contradictorio carácter!

Los artículos de «La Gaceta» que dirigió, son retóricos cuando hablan de Inglaterra y evidentemente propagandísticos. Léase en cambio la espléndida página en que, sincerándose por un momento, nos relata Moreno el estado de su ánimo ante la caída de Buenos Aires —la “gloriosa” y “conquistadora” ciudad, como él la llamó— en manos del invasor inglés: “Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba, y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando, a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1560 hombres ingleses, que apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esa ciudad”.

Y este otro brulote amenazador, donde repudia la conducta del capitán Elliot, quien había bloqueado nuestro puerto a poco de instalada la Primera Junta: “...el extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas puede proporcionarse...miremos sus consejos con la mayor reserva, y no incurramos en el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas en medio del embelecamiento que le habían producido los chiches y abalorios”.

Pero ya era tarde. Moreno tenía en el gobierno sus días contados. Su política demasiado anglófila y terrorista, no podía ser, en efecto, popular. Como nunca, el pueblo de Buenos Aires, militarizado en las gloriosas jornadas de la Reconquista y la Defensa, por Saavedra y los suyos, respondía ahora al jefe con impresionante unanimidad. El Secretario, por contraste, estuvo ausente de la epopeya; fue mero espectador pasivo de los sucesos.

Esto lo inhabilitaba para ser caudillo. Además, el hombre no demostró fe en sus propias fuerzas ni en las de nuestro pueblo —para quien era un extraño—, creyendo que la salvación estaba en requerir ayuda de una gran potencia, en buscar apoyos garantizándolos comercialmente a cambio de influencias internacionales favorables a nuestra seguridad. Los fracasados planes de Francisco Miranda reverdecían, así, en las templadas tierras del Río de la Plata.

A lo antedicho venía a sumarse la inevitable pérdida de prestigio que acarreó a Moreno la sorda lucha de desgaste librada —en el Paraguay, Córdoba y el Alto Perú— contra el Cisnerismo, encarnado por figuras virreinales de la talla de Velazco, Liniers y Goyeneche. Pero tales acontecimientos merecen por su importancia en la marcha de la Revolución de Mayo, un capítulo aparte.


La Tesis de Mayo

La consigna aventurada el día 22 y adoptada al fin el 25, fue ésta: “contra Napoleón; con o sin el Rey”. La posición antibonapartista, de gran popularidad en España como en América, tuvo la virtud de aunar los propósitos divergentes de los dos grupos que, en la capital del Virreinato, acabaron con la autoridad de Cisneros. Mas, ¿por qué no quisieron los patriotas reconocer al Consejo de Regencia compuesto de españoles, y que también invocaba la representación del Rey cautivo?

Veamos primero las razones dadas, en su momento, por los hombres de la revolución rioplatense.

El juramento de obediencia al soberano legítimo se había hecho, en Buenos Aires, sólo por razones de Derecho Público, indiferentes a toda simpatía o adhesión a la persona de aquél. Argumentaban nuestros próceres que, el origen del vasallaje, encontrábase en las primeras capitulaciones otorgadas por la Corona a los adelantados y capitanes de la conquista. El pacto de fidelidad, alegaban, habíase perfeccionado con el monarca de Castilla; y solamente existiendo él o sus sucesores podía regir la obediencia.

Por lo demás, la soberanía del rey de España era personal, heredada y venia de Dios —no de la “nación” ni del “pueblo” peninsulares—; lo cual resultaba indiscutible. Luego, el receso del Soberano —única autoridad con derecho sobre el nuevo mundo, conforme a la bula de Alejandro VI— importaba en teoría la rescisión automática del pacto de obediencia. Los pueblos vasallos quedaban entonces en situación de velar por sus propios intereses, ya que el juramento así entendido había sido dado a la persona y sucesores legales de S. M. Católica, y no podía ser transferido o subrogado por organismos nacionales o locales de España, sin títulos ni mandato auténtico del Soberano.

Es cierto que Buenos Aires reconoció —voluntariamente— la autoridad refleja de la Junta Central: organismo transitorio creado para sustituir a Fernando VII mientras durara la guerra con los franceses. Pero disuelto aquel organismo en Cádiz, violentamente y sin anuencia de los pueblos americanos —no obstante la igualdad de tratamiento que importaba la declaración de aquella Junta, que los equiparó a “Provincias del Reino”—, los rioplatenses quedaron en derecho con las manos libres respecto a la madre patria.

En rigor, América debía obediencia solamente al monarca y a sus herederos legítimos. Caducando cualquiera de ellos, correspondía al pueblo velar por su propia seguridad, como descendiente, que era, de los primeros conquistadores.

La tesis de Mayo podemos definirla, así —sujeta al más estricto cumplimiento de la legislación vigente—, con esta consigna aceptada en Buenos Aires, por la Primera Junta en pleno: “contra Napoleón —con o sin el Rey— pero sin el Consejo de Regencia”.

El hondo motivo que separará a saavedristas y morenistas —en lucha, a partir de entonces, por el poder—, no residió, como se ve, en la doctrina emancipadora de referencia. Aparte del jacobinismo terrorista puesto en práctica por los segundos, fue la utilitaria intervención de Gran Bretaña en los asuntos revolucionarios —requerida maquiavélicamente por Moreno y su equipo desde el gobierno— la verdadera causa de todos los males, desinteligencias y claudicaciones que siguieron después, en beneficio de la política portuguesa en el Plata.

“... ¿cuál fue la contribución inglesa a la independencia argentina? —se preguntan Rodolfo y Julio Irazusta en un ensayo (histórico-político) publicado en el año 1933 9—. Desde la insurrección popular contra Napoleón en la península ibérica, Inglaterra era aliada de España; el tratado formal de alianza entre los dos países, firmado por Cánning y los representantes de la Junta de Cádiz es del 16 de enero de 1809. Como si entre esta fecha y 1806-1808 no hubiera ocurrido un vuelco total de la situación política, Inglaterra, en el Río de la Plata, siguió por la intriga, la maniobra que había empezado por la guerra. Antes combatía de frente a la aliada de Napoleón; ahora combatía en la sombra a su propia aliada. En esas condiciones no podía ayudamos, como no nos ayudó, efectivamente. En los momentos difíciles no nos dio oficialmente ni un barco, ni un arma, ni un subsidio, ni un hombre. Sus consejos de prudencia retardaron la declaración de nuestra voluntad de separamos de España, y terminada su alianza con ella, no hizo por nosotros más de lo que había hecho antes. . . Subvenciones a los «precursores», cartas de Lord Strangford a nuestros jefes revolucionarios, sin duda contribuyeron en algo a nuestra emancipación. Pero son hechos que pertenecen a las «partes vergonzosas de la sombra», que diría Shakespeare, que no pueden invocarse ni para reclamar ni para reconocer gratitud entre los Estados. Si en su especie son inconfesables, indignos de figurar en la cuenta de una empresa libertadora, en cantidad están infinitamente por debajo del interés que rindieron, en resultados mediatos e inmediatos a la política británica”.

Analizaremos, a continuación, este aspecto de nuestra historia de 1810, en estrecha conexión con el terrorismo del Secretario de la Junta —tan olvidados ambos en los textos de enseñanza escolar—, con el detenimiento que su importancia merece.


Contra el Cisnerismo

El día 26 de mayo a las once horas, la flamante Junta en pleno —por gestiones de Mr. Alex Mackinnon— recibía en audiencia privada al comandante de la Escuadra de Guerra Inglesa —fondeada, a la sazón, en la rada— a quien acompañaban dos tenientes de navío y un intérprete. Charles Montagu Fabián llamábase el comandante, capitán del “Mutine”; Perkins y Ramsay eran los oficiales concurrentes; y Fred Dowling el intérprete.

“... como Comandante en Jefe de la Escuadra Británica anclada en este puerto —escribía C. M. Fabián al Almirante De Courcy, el 29 de mayo de 1810—, me adelantaba para saludar a Sus Excelencias, acompañado de los Tenientes Perkins y Ramsay y cumplimentar al nuevo Gobierno establecido. Me contestó el Presidente (se refiere a Saavedra), que se hallaba muy agradecido por la atención que habíamos tenido, tanto yo, como los oficiales que me acompañaban, y me aseguró que era el deseo e intención de la Junta, continuar la firme alianza (contra Napoleón, se entiende), con el Rey de Gran Bretaña... Castelli, uno de los miembros de la Junta —prosigue el comandante— me habló en los siguientes términos: que esta Junta, los funcionarios públicos, el ejército y todos los habitantes en general, estaban dispuestos y deseaban continuar en estricta alianza con Gran Bretaña y mostrar todo el favor posible y protección a los súbditos Británicos y su propiedad (nótese el insinuante lenguaje político del amigo de Moreno) y de igual modo, aceptar del Gobierno Británico y los súbditos Británicos los mismos sentimientos de alianza y amistad... Larrea —agrega Fabián— ... declaró, que su gobierno, en adelante no solamente daría protección a los Ingleses (Larrea era también morenista), sino que haría mucho más, usted puede decir a sus connacionales, que no deben tener ninguna aprehensión, pues su propiedad no será molestada, al contrario, es la intención de este gobierno, darles todas las facilidades posibles, para alentarlos entre nosotros”.

Ese día los barcos de guerra de S. M. B. anclados en Buenos Aires —el «Mutine», el «Pitt» y el «Mistletoe»— saludaban con salvas al nuevo gobierno cuyas directivas, a partir de entonces, respondieron a los planes del Dr. Mariano Moreno: el «Burke» de la América del Sur, como lo llamó la «British Review» de Londres con motivo de su fallecimiento.

La Junta esperaba, de un momento a otro, la violenta reacción del Cisnerismo desalojado del Fuerte pero enquistado firmemente en los escaños de la Audiencia y el Cabildo de la capital. Moreno, sin perder tiempo, preparóse para librar la gran batalla —en nombre de Fernando VII— contra los partidarios del Consejo de Regencia y solicitó a cualquier costo (mediante regateos, promesas y concesiones leoninas) una alianza efectiva —económica, y de ser posible militar— con la Gran Bretaña. De marcada formación utilitaria, el que fuera personero de Mr. Mackinnon en 1809, sin fe en la suficiencia criolla ni en los imponderables de su incipiente revolución, creíase derrotado si no lograba de antemano el apoyo político —o la “media palabra” al menos— de Lord Strangford, con quien comenzó a cartearse a tales fines.

El panorama se agravaba por la presencia de fuerzas portuguesas en la margen oriental del Río de la Plata. “Enseguida del pronunciamiento del 25 de Mayo —escribe Levene 10— se concentraron 10.000 hombres en Río Grande, Porto Alegre y Santa Catalina, con el fin aparente de impedir que el movimiento sedicioso se extendiese por el Brasil, no siendo otro el plan del príncipe regente, que el de aprovechar cualquier oportunidad para hacer efectiva la anexión de la otra Banda”.

El Cabildo de Buenos Aires —de quien vino a depender, por el Estatuto aprobado el 25, la suerte del Ejecutivo— y los oidores de la Real Audiencia en corporación, acababan de elevar formal protesta en el acto del juramento al nuevo orden de cosas presidido por Saavedra. No obstante y a solicitud de la Junta, dichos organismos, de acuerdo con el Virrey —quien lo hizo efectivo el día 26 de mayo— resolvieron expedir circulares al interior, invitándolo —al margen del obligado acatamiento a las flamantes autoridades— a que nombrase diputados con los necesarios poderes: “para que en Junta General determinen lo que deba practicarse”; según lo acordado en el pronunciamiento porteño del día 22.

La situación era grave, como se ve. Porque si bien las ciudades del litoral, reorganizadas administrativa, política y comercialmente desde las invasiones inglesas, manifestáronse adictas a la Primera Junta; “...el interior, en cambio —anota Levene 11—, había sentido más de una vez, una general conmoción en su economía por efectos de la apertura del puerto, desde que a partir de 1778 entraban por Buenos Aires, géneros y artículos que desalojaban en competencia desigual los similares de las industrias provincianas”.

Moreno, a partir de ese momento, comenzó a desplegar febrilmente y en defensa propia, su estrategia de muerte con el tácito visto bueno de Lord Strangford. Y en tanto remitía la circular a las provincias, del 27 de mayo, por la cual invitaba a sus diputados, no a formar el “Congreso General” buscado por el Cisnerismo, sino a: “...irse incorporando [textual] a esta Junta conforme por el orden de su llegada, para que así se hagan de la parte de confianza pública que conviene al mejor servicio del Rey y gobierno de los pueblos.. .”, ordenaba el envío de una expedición de 500 hombres con instrucciones de asegurar la elección de sus representantes y controlar “manu militari” las asambleas. Ello al par que, en la correspondencia con el embajador inglés en Río y cumpliendo su maquiavélica concepción de pedirle ayuda para oponerse a todo intento de restauración cisnerista, insinuaba a aquel diplomático el deseo, por parte de la Junta, de establecer “nuevas relaciones mercantiles con la nación inglesa”. “Así, el 5 de junio —escribe Levene 12— se establece una nueva escala de derechos a la exportación de frutos del país disminuyéndolos en más de un cien por ciento...”. El 15 de julio: “se permitió la exportación de metales preciosos, previo pago de derechos; el 19 se declaró libre la exportación de harinas”, etc.

Pero el Saavedrismo ya despertaba. Formado en su mayoría por ex-combatientes de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires, no podía mirar con buenos ojos estos escarceos políticos de Moreno, al margen de las leyes de Indias y, sobre todo, de la dignidad rioplatense ofendida ayer por el invasor anglosajón. Tímidamente comenzó el clero patriota —que apoyaba las tendencias tradicionalistas y moderadas de Saavedra— a poner en estado de discusión pública los avances del Morenismo, utilitario y extremista, que se había entronizado —so capa de conjurar la amenaza napoleónica— como un verdadero cuerpo extraño en el gobierno provisorio de Mayo. Diego de Zabaleta fue el primero en hablar claro ante el peligro, “... no se fecunden pues, y crezcan en nuestros corazones esas malditas y perniciosas simientes de división —apostrofa el día 30 desde el pulpito de la Catedral, en el sermón de acción de gracias festejando las nuevas autoridades— y yo me atrevo a aseguraros que viviréis tranquilos y que ningún enemigo se atreverá a pisar nuestras venturosas playas; porque sabe el mundo, que los hijos y habitantes de Buenos Aires reunidos, saben defender sus derechos; y que no es fácil insultar impunemente a los vencedores del 12 de agosto de 1806 y 5 de julio de 1807”.

¡Neta advertencia a los barcos de guerra anclados en la rada, cuyos cañones acababan de saludar —cosa insólita— a nuestro gobierno el 26 de mayo!

Pero la disidencia entre ambos bandos —Morenismo y Saavedrismo— se hará insalvable, con el correr de los meses. Iremos viéndolo a continuación, en apretada síntesis ilustrativa.


El terror morenista

“Durante los primeros quince días —escribe Levene 13— los patriotas habían utilizado a sus fines la adhesión sigilosa de los españoles y funcionarios de la administración colonial. Desde el día 7 de junio, en que Moreno incita a los circunspectos oidores, aquella expectante adhesión desaparece y tórnase en recelosa y activa fuerza de oposición”.

La Audiencia, en efecto, acababa de recibir un manifiesto del Consejo de Regencia —pieza de repugnante tono demagógico dirigida a obtener el apoyo de los «españoles americanos» —y al darle traslado a la Junta pidiendo el juramento a aquella autoridad metropolitana, inició la ofensiva Cisnerista contra el nuevo orden de cosas, el día 10 de junio de 1810.

Moreno vacila por un instante. Mas contesta, al fin, dudando de la legitimidad de los papeles. Aconseja esperar. La creación del Consejo aparecía viciada de nulidad insanable, por no haber sido consultados los diputados de América en su carácter de partes integrantes del Reino; según lo tenía declarado ya la Junta Central disuelta. A las pocas horas es apaleado, en plena calle —por una partida de hombres enmascarados— el oidor Antonio Caspe, echándosele «por tierra a sablazos».

Comenzó a obrar entonces el instinto de conservación político y personal. Y el terror morenista desatado por la Audiencia de Buenos Aires —primero— y por el Cabildo de Córdoba —después—, bien pronto mostrará en todo el Virreinato su terrible saña jacobina.

“El dado ahora estaba tirado; no se dejó otro camino a los dirigentes de la revolución, sino para avanzar; estaban colocados entre la victoria o la muerte —comenta E. M. Brackenridge 14, agudo Secretario de la primer misión norteamericana que nos visitara en 1817—; habían audazmente afirmado que la dependencia de las Indias había cesado con la cautividad del rey; que ningún gobierno separado o distinto de la monarquía tenia derecho a asumir autoridad sobre otro; pero que cada gobierno separado o distinto tenía derecho en este estado de cosas a cuidarse solo... Había ahora de facto, una separación completa de España”.

La eventual tesis emancipadora contenida en las estrofas de la popular «Canción Patriótica», divulgada durante el año 1810, venía de golpe a cumplirse en los hechos:


“La América tiene

el mismo derecho

que tiene la España

De elegir gobierno;

Si aquella se pierde

por algún evento,

No hemos de seguir

La suerte de aquellos”.


Entre tanto, los acontecimientos pronto adquirieron un ritmo tremendo y verdaderamente revolucionario. El Cisnerismo dará, en Córdoba, la cara contra la Junta. El 20 de junio, su Cabildo presta juramento de fidelidad al Consejo de Regencia de Cádiz, instado por la Audiencia de la Capital. Lo propio acaeció en la ciudad de Montevideo y en la intendencia del Paraguay.

Pero la reacción morenista no se hará esperar, desde luego. “El 22 de junio, la Junta pasó oficio a los ministros de la Audiencia citándoles para las seis de la tarde, con el objeto de considerar un asunto de extraordinaria importancia —refiere Julio César Chaves 15—. Al ex-virrey se le mandó recado por intermedio de un ayudante. Se le comunicaba que, reunidos el Real Acuerdo y la Junta para considerar graves cuestiones planteadas, se le esperaba en el Fuerte para participar de las deliberaciones. Congregado en el salón principal, Cisneros y los miembros de la Audiencia, se hicieron presentes los vocales Castelli y Matheu. El primero dijo: “Vuestras vidas están en inminente riesgo, y para salvarlas ha resuelto la Junta que en esta misma hora os embarquéis para Puerto español, y en buque que al efecto tiene preparado”. Comenzaron a oponer los compelidos algunas objeciones, cuando se presentaron dos ayudantes amenazando con la urgencia del peligro. Pasaron todos a una sala contigua, donde Cisneros y los Oidores fueron rodeados por infinidad de «hombres embozados y oficiales Patricios». Fueron sacados del Fuerte y llevados al puerto en dos coches, por un camino que bordeaban dos filas de granaderos. Y de allí a la balandra «Dart» (del corsario inglés Marcos Grigied), fondeada a una distancia de tres leguas. Con esta expulsión — sigo citando a Chaves—, el españolismo quedó decapitado y definida la lucha en la capital. Así, Buenos Aires libróse de toda amenaza interna”.

Treinta y nueve días después, el dictatorial decreto del 31 de julio imponía confiscaciones, castigos y represalias como las que siguen: “A todo individuo que se ausente de esta ciudad sin licencia del Gobierno le serán confiscados sus bienes sin necesidad de otro proceso que la sola constancia de su salida... Todo patrón de buque que conduzca pasajeros sin licencia del Gobierno irá a la cadena por cuatro años y el barco quedará confiscado... Toda persona a quien se encuentre arma del rey... el que vierta especies contra europeos o contra patricios... o a quien se sorprendiese correspondencia con individuos de otros pueblos... será arcabuceado, sin otro proceso que el exclarecimiento sumario del hecho”.

Con fecha 27 del mismo mes, el Secretario de la Junta había redactado de su puño y letra, y hecho firmar por sus miembros —con excepción de Alberti—, la implacable sentencia de muerte: “La Junta manda que sean arcabuceados don Santiago Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el Obispo de Córdoba, el Dr. Victorino Rodríguez, el Coronel Allende, y el Oficial Real don Joaquín Moreno... En el momento en que todos o cada uno de ellos sean pillados, sean cuales fueren las circunstancias se ejecutará esta resolución sin dar lugar a minutos que proporcionen ruegos... Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema”. Castelli —como se sabe— fue helado verdugo para los cisneristas; y, por orden de Moreno, 50 soldados ingleses que habían quedado en el país desde las invasiones —vengadores postumos de Beresford—, los ejecutores materiales del decreto terminante. “French cortó la agonía de Liniers, descargándole un pistoletazo en la sien. Al único que perdonaron fue al Obispo Orellana” 16.

Según Domingo Matheu, la terrible pena respondía a un plan de gobierno: “el compromiso que entre los miembros de la Junta se prestaron —dice 17— fue eliminar a todas las cabezas que se le opusieran; porque el secreto de ellos (los reaccionarios) era cortarles la cabeza si les vencían o caían en sus manos y que sino lo hubieran hecho así, ya estarían debajo de tierra”.

En efecto, el «Plan» a que se refiere Matheu en el párrafo transcripto, concretóse más tarde y fue el fruto de una iniciativa del vocal de la corporación, Manuel Belgrano, quien había propuesto la redacción de: “un plan formal que rigiese por un orden político las operaciones de la grande obra de nuestra libertad”. En el Acuerdo de 18 de julio consta la designación, a pluralidad de votos, de “el señor Doctor Mariano Moreno. . . para que instruido de la comisión prestase juramento sobre los puntos que hubiere a bien acordar relativos a dicho encargo”.

Y bien, frente a la constancia de tales antecedentes y a la conducta posterior al 30 de agosto —fecha del famoso «Plan» morenista— de las autoridades porteñas, paréceme ociosa la polémica comenzada por Groussac y que continúa Levene, en tomo a la autenticidad calígrafa y gramatical de una copia del mismo, hallada en el Archivo de Indias de Sevilla y dada a publicidad aquí, hace algunos años, por Norberto Pinero. A este respecto y en favor de la existencia de un plan terrorista de la Junta, reputo decisivas las explicaciones que, con relación a la conducta de Castelli en las ejecuciones de Cruz Alta, estampó muchos años después don Nicolás Rodríguez Peña —integrante del grupo de Moreno— en una interesantísima carta cuyos fragmentos ha publicado José Juan Biedma en su «Iconografía de Proceres Argentinos». Dice así el veraz testimonio del morenista Rodríguez Peña: “Castelli no era feroz ni cruel. Castelli obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo terreno. Que fuimos crueles ¡vaya con el cargo! mientras tanto ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creímos que debíamos salvarla. ¿Hubo otros medios? Así será; nosotros no los vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos. Arrójennos la culpa al rostro y gocen los resultados... nosotros seremos los verdugos, sean ustedes los hombres libres”.

El maquiavelismo y la inescrupulosidad política más absolutas, campean en cada uno de los párrafos del documento de referencia, resultando confirmados luego por los hechos, a través de la acción revolucionaria de su autor. La fiera garra del Secretario de la Junta —jacobino por espíritu de conservación y anglófilo por utilitarismo—, aparece según ha de verse, condensada con toda claridad en estos terribles párrafos de su «Plan» de operaciones:

“Los cimientos de una nueva república nunca se han cimentado sino con el rigor y el castigo, mezclado con la sangre derramada de todos aquellos miembros que pudieran impedir sus progresos...” “...la menor semiprueba de hechos; palabras, etcétera, contra la causa debe castigarse con pena capital, principalmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carácter y de alguna opinión; pero cuando recaiga en quienes no concurran éstas, puede tenerse alguna consideración moderando el castigo”. “La conducta del gobierno en todas las relaciones exteriores e interiores, con los puertos extranjeros y sus agentes o enviados públicos y secretos, y de las estratagemas, proposiciones, sacrificios, regalos, intrigas, franquicias, y demás medios que sean menester poner en práctica, debe ser silenciosa y reservada con el publico, sin que nuestros enemigos, ni aún la parte sana del pueblo, lleguen a comprender nada de sus operaciones”.

En cuanto a la conducta que la Junta debía observar con Inglaterra y Portugal, recomendaba desaprensivamente el «Plan»: “Debemos proteger su comercio, aminorarles los derechos, tolerarlos y preferirlos, aunque suframos algunas extorsiones; debemos hacerles toda clase de proposiciones benéficas y admitir las que nos hagan... asimismo los bienes de la Inglaterra y Portugal que giran en nuestras provincias deben ser sagrados, se les debe dejar internar en lo interior de las provincias, pagando los derechos como nacionales, después de aquellos que se graduasen, más cómodos por la introducción”.

En rigor. Moreno proclamaba una fervorosa adhesión a don Fernando VII, sin perjuicio de otorgar franquicias prohibidas —en lo económico y territorial— a Gran Bretaña, a fin de lograr su apoyo militar y político en la lucha con Napoleón; pero, más que nada, para ponerse a cubierto de una posible restauración del Cisnerismo.

Así, en tanto proyecta la utópica sublevación y reparto del Brasil por mitades, con la patria mercantilista de Pitt y de Canning: “haciéndoles gustar —escribe en el «Plan»— de la dulzura de la libertad y derechos de la naturaleza”, aconseja a la Junta —con el mayor desparpajo— la entrega a Inglaterra de la isla Martín García para establecer un puerto franco; y, en último extremo, la cesión de la Banda Oriental a perpetuidad, a cambio de protección efectiva por parte de la nación europea. El entusiasmo con que Lord Strangford recibió estas propuestas —parece que por boca de Alejandro Mackinnon, quien, según Carlos Roberts 18, habría sido informado por Moreno—, surge del siguiente párrafo de su comunicación “muy secreta” al ministro de Relaciones, Marqués de Wellesley, del 19 de septiembre de 1810: “Es de suponer —dice el embajador— que Gran Bretaña no vacilará en aceptar un arreglo que le permitirá tener la llave del Océano Pacífico y de las Indias Orientales; que la hará completamente independiente de cualquier otro país en cuanto al aprovisionamiento de sus Antillas; que le dará en estos mares una estación naval importante y segura; que, al fundarse una colonia inglesa en el centro de estas costas, tendrá los más felices efectos sobre la civilización de los habitantes vecinos; y que, finalmente, le permitirá tener un jaque permanente sobre los probables proyectos de los futuros dueños de España [los franceses], proyectos contra los cuales será necesario estar en guardia tanto en la paz como en la guerra”.

Dos meses más tarde, el Morenismo batíase en el Norte con los realistas de Goyeneche, quienes derrotaron sin lucha a las fuerzas de Castelli y Balcarce en la quebrada de Cotagaita. El pánico apoderóse de la Junta, como es de suponer. Sin vacilar, entero y terrible. Moreno había ordenado —conforme lo previsto el 30 de agosto y haciéndose cargo de la situación— las conocidas «Instrucciones Reservadas», de autenticidad indiscutible, al comisionado Juan José Castelli: “en la primera victoria que logre —se lee en uno de sus párrafos— dejará que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir el terror en los enemigos”. Y en nuevas «Instrucciones» agrega, ratificando si cabe, el punto de vista expresado: “la Junta aprueba el sistema de sangre y rigor que V. E. propone contra los enemigos y espera tendrá particular cuidado de no dar un paso adelante sin dexar los de atrás en perfecta seguridad”.

Poco más tarde, el mariscal Nieto, el general Córdoba y el intendente don Francisco de Paula Sanz, eran fusilados —a consecuencia de la victoria de Suipacha— en la plaza mayor de Potosí, la madrugada del 15 de diciembre de 1810. Castelli cumplía, así, al pie de la letra, las órdenes de su temible jefe y amigo quien, desde Buenos Aires, abrigaba la jacobina pretensión de “regenerar el orden político y social de estos países —al decir de su contemporáneo Dámaso Uriburu 19— por medio de la sangre y del crimen”.

“Este acto de rigor fue el último que cumplieron las armas patriotas, pues ya a la sazón se producía la caída de Moreno y se despacharon órdenes a Castelli para que no ajusticiara más a nadie por delitos políticos; con esa orden iba el perdón de los reos, otorgado por la Junta; más quiso su mala estrella que no los alcanzara en vida” 20.


La Tercera Fuerza

“A los seis meses de la revolución ya parecía haberse logrado el triunfo interno —expresa con acierto Zorraquín Becú 21—. Los representantes de las provincias acudían a la capital, los ejércitos detenían, al enemigo, y la oposición era sofocada en sus orígenes. Pero circunstancias imprevistas vinieron a desbaratar la victoria de los jacobinos. El interior había visto con asombro al principio, con recelo después, y por último con desagrado, el encumbramiento de los elementos inmoderados que tanto en la capital como al frente de los ejércitos y al mando de las intendencias se apoderaron del poder. Su extremo liberalismo chocaba a aquellos hombres sensatos, y sus procedimientos jacobinos llenaban de zozobra a las conciencias. En Buenos Aires mismo, y dentro del gobierno, el extremismo inquietaba, fomentándose así una desavenencia entre los miembros de la Junta. La naciente oposición no combatía el hecho de la revolución, sino la marcha que Moreno había conseguido imprimirle. No era reacción española sino antijacobina”.

“Hasta el triunfo de Suipacha las disenciones [entre Moreno y Saavedra] se habían contenido dentro de los límites privados del despacho —escribe Vicente F. López 22—. El Coronel Saavedra había tenido que ceder al influjo de Moreno, cuya cabeza abrazaba y resolvía todos los problemas del gobierno revolucionario, y cuya energía doblaba todos los obstáculos. Pero el peso de esta superioridad y el carácter imperioso de su influjo habían ofendido profundamente al presidente de la Junta, que por su posición personal, por su familia y por ser, además, coronel de patricios, tenía un partido bastante fuerte entre las milicias y las gentes de los suburbios”.

El primer choque personal produjese a raíz del decreto dado el 16 de octubre de 1810, por el que se ordenaba la expulsión y confinamiento de los miembros del Cabildo de la Capital, sin discriminación de personas. Saavedra recuerda el hecho con palabras duras: “...cuando se trató de sentenciar la causa de los capitulares del año 1810 por el reconocimiento que hicieron secretamente del consejo de Regencia, creado en Cádiz, por la disolución de la Junta Central —expresa en su «Memoría»—. Concluida la causa y puesta en estado de resolución, se trató en Junta y principió la votación por Moreno, quien después de ponderar la gravedad del crimen, concluyó opinando por la decapitación de todos ellos. Yo que conocía el influjo de este individuo y partido que ya tenía —agrega Saavedra— horrorizándome de los fatales resultados que podrían originarse por la muerte de diez individuos relacionados y emparentados con parte muy considerable de la sociedad, tomé la palabra y dirigiéndome con entereza a Moreno, le dije: Eso sí, doctor, eche usted y trate de derramar sangre; pero esté Vd. cierto que si esto se acuerda no se hará. Yo tengo el mando de las armas y para tan perjudicial ejecución protesto desde ahora no prestar auxilio. Los demás señores vocales en efecto no opinaron en su votación como había indicado aquél, y el delito de los capitulares se castigó con las penas y multas pecuniarias que todos saben”.

Luego de conocida la primera victoria de los patriotas sobre las fuerzas del Alto Perú, el terror morenista —no obstante—, intensificóse contra los españoles europeos residentes en Buenos Aires. La falta de magnanimidad demostrada por Moreno, comenzaba ahora a indignar a los criollos que, instintivamente y por razones morales, repudiaban la violencia de ocultos propósitos facciosos.

La consigna del morenismo —diríase— era dividir el país y debilitar así sus fuerzas internas, en su justa política con la metrópoli. Por eso habría resuelto ocultar el origen limpio de sus derechos; tergiversar la realidad; disfrazar secretamente sus intenciones verdaderas. Y como vulgar usurpador —que en estricta justicia no lo era— provocar desde el gobierno —inspirado en las máximas en boga de la revolución francesa—, la lucha libertaria y el despotismo traído por algunos intelectuales iniciados en las tácticas de Robespierre, con el objeto de conservar la dirección del movimiento en Buenos Aires, usufructuándolo en provecho propio. No contaba con el pueblo para sostenerse; de ahí los métodos dictatoriales a que debió recurrir de continuo, a fin de no ser desalojado del poder.

Y bien, so pretexto de posibles levantamientos del régimen depuesto. Moreno dio a publicidad el decreto del 3 de diciembre que, recogiendo delaciones interesadas, dejaba cesantes —sin forma alguna de proceso— a los empleados administrativos que no acreditaran su condición de “hijos del país”. En cuanto a los demás extranjeros pertenecientes a naciones amigas o aliadas, se les llamaba a “trasladarse a este país francamente” [sic] con la promesa de gozar de “todos los derechos de ciudadanos” [resic] y mereciendo, desde luego, la más amplia protección del gobierno. “...no se probaba ni acreditaba con hechos ni documentos los intentos de subversión del sistema que se acusaba a aquellos hombres —expresará el Presidente reaccionando airado contra la implacable dictadura morenista, en su conocida «Memoria»—. No se les quería oír ni convencer, como era justo. Eran, por otra parte, padres de familia no pocos de los comprendidos, otros mercaderes o negociantes, en fin, tenían derecho para no ser removidos del seno de sus familias, sin previamente ser condenados”.

Una sorda oposición a la tendencia y procedimientos puestos en juego por Moreno, iba creciendo —como se ve— entre la gente sensata y de juicio maduro que formaba mayoría en la ciudad. La ofensiva de los fanáticos no se haría esperar, sin embargo. “A los pocos meses de la instalación de la Junta —anota Matheu en su «Autobiografía»— todos los individuos de ella conocíamos el error que cometimos en dar tantos honores al Presidente, de manera que en cuanto al público, todos éramos unos criados de él... Y viendo nosotros con el despotismo que él solo mandaba por tener las tropas de su facción, temimos que cuando menos pensáramos nos haría levantar a todos... para gobernar él solo, y por lo mismo tratamos de unirnos...”

Consecuencia directa de esos temores fue el famoso decreto del 6 de diciembre de 1810, redactado por el resentido Secretario de su puño y letra, no sin antes haber intentado hacer asesinar al Jefe de Patricios, aquella misma noche, según versión de este último. Con pretexto de un supuesto brindis imprudente del capitán Atanasio Duarte, se le quitaban a Saavedra los honores de escolta y demás prerrogativas jerárquicas debidas a los virreyes, en virtud de su alto cargo en el gobierno. Pero el cuerpo de Patricios, las milicias criollas y el pueblo suburbano que las formaba, juzgaron indispensable proceder en defensa propia a la separación del peligroso enemigo y de la facción de exaltados anglófilos que le hacía coro.

Aprovecharon la presencia en la Capital de los diputados del interior —descontentos y recelosos de la política morenista, aunque por otros motivos— acordando juntos, sobre el tambor, el plan de incorporación al organismo colegiado que tenia, a la sazón, mayoría contraria.

El Deán Funes, delegado del Cabildo de Córdoba y encargado por éste de “trabajar por la restauración de la Compañía de Jesús” ante las nuevas autoridades, era —al decir de Alejandro Korn 23— “un espíritu ilustrado, abierto a los impulsos progresivos de la época, que entiende conservar, como base de las reformas y cambios cuya necesidad reconoce, su arraigada convicción religiosa y escolástica, compatible, a su juicio, con su moderado liberalismo. No es difícil, pues, medir la distancia que debió separarle de la personalidad revolucionaria de Mariano Moreno, el partidario vehemente del pacto social y de las doctrinas más avanzadas —agrega Korn—, para quien la revolución de Mayo habría sido un simple motín, sino hubiera implicado un cambio de régimen y de orientación mental”.

Así, con fecha 10 de diciembre el Deán Funes escribía, desde Buenos Aires, a su hermano Ambrosio: “Moreno y los de su facción, se van haciendo aborrecidos... Se oye en el público pedir que los diputados de las provincias entren al gobierno”.

Y el día 16, insistía Funes ante el mismo destinatario con palabras de triunfo: “Se ha aumentado mucho el clamor del pueblo porque los diputados tomen parte en el gobierno. La cosa está en vísperas de salir a luz... Moreno se ha hecho muy aborrecido y Saavedra está más querido del pueblo que nunca”.

Dos días más tarde —el 18 de diciembre— en reunión general, los representantes de las provincias aliados del saavedrismo, votaban —con la oposición de Moreno y de Paso— su incorporación al organismo creado el 25 de Mayo: a fin de “restablecer la tranquilidad pública —decían— comprometida por el general descontento contra la Junta”. Inmediatamente Moreno, acusando el golpe, presentó su renuncia fundada, la que le fue aceptada en vista del “descontento de los que han impelido a esta discusión —consigna el acta de la sesión del día— no pudiendo ser provechosa al público la continuación de un magistrado desacreditado”.

La paz volvía, aunque por escasos meses, a los espíritus agitados por una guerra civil fratricida y cruel. “No parece sin embargo que Moreno haya querido salir del país sin antes haber probado de recuperar su influencia y predominio, ya desacreditando a su adversario, ya promoviendo una sublevación de French —comenta el historiador Julio B. Lafont24— Parece que en la noche del 1° al 2 de enero el coronel French se presentó en el cuartel del Estrella del Sur, entablando conversación con casi todos los oficiales, salvo dos; éstos al llegar a las proximidades del Retiro, siendo las doce y media de la noche, se toparon con un grupo de oficiales que daban escolta a un hombre vestido de fraile con hábito blanco: reconocieron a French y a Moreno —el disfrazado de fraile— y comprendieron que se trataba de llevar al Secretario al cuartel de Estrella con el fin de sublevar la tropa. Esa tartarinada de French fracasó”.

Embarcado el 24 de enero de 1811, con destino a Inglaterra, el talentoso prócer de Mayo falleció de extraño mal, a bordo del buque “La Fama”, el 4 de marzo al amanecer. “A las cinco de la tarde el cadáver fue entregado al mar, envuelto en la bandera inglesa” 25.


Balance y Conclusiones

Con la muerte del numen liberal porteño —”americano Condorcet” lo llamarían sus discípulos póstumos —, la política revolucionaria iniciaba una nueva etapa dialéctica, de síntesis o equilibrio compensatorio, a cargo de la tercera fuerza que, respetuosa del pasado en muchos aspectos, ocupó de pronto el poder con el nombre genérico de saavedrismo.

Los morenistas habían seguido, a grandes líneas, la corriente de impopulares reformas que caracterizó en España el gobierno liberal de Carlos III. Pretendieron, sin éxito, borbonizarlo todo despóticamente, aunque en ausencia, ahora, de los Borbones. Se puede definir su tendencia, en el Río de la Plata, por las siguientes características que la señala en la historia hasta nuestros días; a saber:

En el orden interno: 1°) Predominio total de Buenos Aires sobre el interior del Virreinato; 2°) Tendencia extranjerizante y utopista de la legislación, inspirada en el despotismo ilustrado francés; 3°) Neutralización del viejo régimen foral de los Cabildos por el burocratismo capitalista de los intendentes; 41') Fisiocracia y libre cambio predominantes en lo económico; y 5°) Regalismo a ultranza en materia religiosa.

Y en el orden de las relaciones exteriores: 1°) Otorgamiento de desmedidos privilegios comerciales a Inglaterra, aliada de los portugueses; y 2°) Entreguismo diplomático en perjuicio del “statu quo” rioplatense de la frontera oriental.

Frente a esta marcada dirección gubernativa, se hizo sentir la reacción saavedrista que, comenzada tímidamente en el interior, extenderíase después de la ejecución de Liniers con fuerza impresionante y avasalladora. En el cuartel de Patricios de nuestra Capital se hizo presente, con violencia, a partir del famoso decreto del 6 de diciembre de 1810. Sus efectos rectificatorios y compensadores frente al extremismo de la posición inicial, fueron los siguientes como ha de verse:

Al predominio total de Buenos Aires, regenteado por el morenismo y su escuela, opusieron los saavedristas el contrapeso provinciano de la Junta Grande.

A la tendencia extranjerizante de la legislación inspirada en el despotismo francés; la repulsa al «Contrato Social» de Rousseau, por parte del Cabildo (5 de febrero de 1811), y el motín vernáculo del 5 y 6 de abril que creó un “Tribunal de Seguridad” para reprimir los extremismos y devolvió la comandancia de armas quitada a Saavedra por el decreto del 6 de diciembre.

Al burocratismo capitalista de los intendentes virreinales; las representaciones de Gorriti sobre autonomía de las ciudades y la implantación de Juntas principales y subordinadas en el interior (10 de febrero de 1811).

A la fisiocracia y libre cambio predominantes en lo económico; ciertas restricciones a la introducción de mercaderías tierra adentro por extranjeros (21 de junio de 1811).

Al regalismo a ultranza en materia religiosa; el deseo de restablecer relaciones directas con la Santa Sede, el mandato de “trabajar por la restauración de la Compañía de Jesús” (instrucciones de Córdoba a Gregorio Funes) y el mantenimiento de la censura de prensa sobre temas religiosos (20 de agosto de 1811).

Al otorgamiento de privilegios comerciales a Inglaterra —aliada de los portugueses—, la eliminación del Secretario de la Primera Junta: don Mariano Moreno.

Y por último: al entreguismo diplomático en perjuicio de la frontera oriental; la primera expedición armada a Montevideo y el sitio de esa Ciudad, en apoyo de Artigas.

Y bien, tal el desquite que se tomaron sobre el morenismo —jacobino y anglófilo— los hombres del país mancomunados en la tercera fuerza que dirigió, durante un tiempo, el Deán Funes. Ellos “no accionaban por el mecanismo del interés personal ni del terror, sino por la comprensión del sentir popular” 26.

Más tarde, otros hombres constituidos en Liga y movilizados por sus caudillos, reclamarán de la facción porteña —pero ya con la punta de sus lanzas— la efectividad del juramento hecho el 9 de julio de 1816, resumido en estas tres afirmaciones soberanas, gobierno propio, independencia de la monarquía española y autodeterminación respecto de “toda otra dominación extranjera”.

Don Juan Manuel de Rosas habría de rubricar las solemnes declaraciones teóricas, años después, pero no con palabras, sino con sangre de héroes argentinos.