Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capìtulo 2
Edificación. — Las iglesias: La Catedral, San Francisco, la Iglesia del Colegio, Santo Domingo, La Merced. — El Teatro: Distribución interna; repertorio. Actores: Velarde, Rosquellas, "El Señor Culebras", Felipe David. — La música: Doña Angelina Tani. — Números de baile. — Conflictos entre actores y empresarios. — Atavíos femeninos. — Aspectos de la sala. — Compañías de Opera. — Ballets. — Prestidigitadores. — El Circo de Bradley. La mayor parte de las casas de Buenos Aires están edificadas con ladrillos y blanqueadas a la cal. Casi todas ellas son casas bajas, de techo plano, que circunda un elevado parapeto, y tienen patios. Las ventanas están protegidas por barrotes de hierro verticales, de tal manera que un londinense creería encontrarse delante de cárceles. Constituyen verdaderos atrincheramientos, lo cual explica el fracaso de los intentos de Whitelocke al atacar enemigos que sus tropas no podían ver. Algunas casas ocupan vastas extensiones de terreno. La sala es el cuarto principal. Los techos de las casas, llamados azoteas, suelen ser muy bonitos; sobre todo los que están situados cerca del río; y las paredes medianeras son tan bajas, que se puede recorrer toda la cuadra sobre los techos de las casas. Los habitantes no temen a los robos, confiando en la seguridad de sus puertas, las rejas de sus ventanas y los ladridos de sus perros; nunca faltan dos o tres de estos animales en cada casa. Las rejas de las ventanas cumplen dos funciones: permitir la entrada del aire y asegurar la casa contra posibles atentados; estas ventanas dan a la calle y directamente sobre la vereda. Se ha dicho que estas rejas son un exponente de los antiguos celos españoles, pero lo cierto es que su invención resulta muy plausible. Numerosas residencias son ejemplos de arquitectura morisca; las clases acomodadas las adornan lujosamente con alfombras, hermosos espejos, etc. La madera es tan poco usada en la edificación que las probabilidades de incendio son remotas. Vastas mansiones, antes ocupadas por las primeras familias del país, están ahora en poder de comerciantes ingleses; y las salas, donde una vez hubo belleza, música y cantos, se hallan hoy ocupadas por mercancías y rumores del comercio. El alquiler es elevado: de sesenta a ochenta pesos mensuales por una casa de regular tamaño. En los países católicos la atención de los viajeros protestantes es atraída por las iglesias. Las decoraciones suntuosas, la música, la indumentaria de los oficiantes, etc., contrastan en tal forma con la simplicidad de nuestra religión reformada, que nos parece encontrarnos frente a un espléndido espectáculo teatral. Por un momento comprendemos la influencia que esta opulenta Iglesia ha ejercido —y ejerce aún— sobre una gran parte del mundo cristiano. Los españoles que en Europa son los siervos más obedientes y ceremoniosos de la "Santa Iglesia", no han olvidado transportar a América esta formidable máquina de poder. El hechizo de la música y el boato deben haber impresionado la imaginación de los criollos, robusteciendo la autoridad española. Visitando las iglesias de Buenos Aires, he experimentado sentimientos que difícilmente puedo expresar. Lecturas juveniles sobre las instituciones monásticas acudían a mi memoria, trayéndome imágenes de sacerdotes y monjes encapuchados. En nuestra patria conocemos esto al través de los libros; pero tener la realidad ante los ojos solicita todas nuestras facultades. Me abandoné a la fantasía, con el pensamiento embargado por el espectáculo que presenciaban mis ojos. Doy la siguiente lista —bastante exacta según creo— de las iglesias y capillas de Buenos Aires: La Catedral San Francisco Ignacio o Iglesia del Colegio Juan (Convento de monjas) Nicolás Miguel Santa Catalina (Convento de monjas) Santo Domingo Residencia Monserrat La Merced La Concepción Socorro Recoleta La Piedad Capillas: Santa Lucía San Roque Hospital La Catedral es un amplio edificio, hecho de ladrillos como casi todas las iglesias. Su aspecto no ofrece ninguna particularidad, excepción hecha de cierta innegable grandeza. Como todas las otras iglesias tiene cruces en la cúpula y otras partes elevadas. Se está construyendo ahora una nueva fachada que mira a la Plaza, pero las obras son tan caras que avanzan con suma lentitud. El interior es amplio y majestuoso; las figuras de la Virgen María y el Niño Jesús tienen atavíos deslumbrantes. Jesús crucificado y algunos santos severamente vestidos ocupan diferentes altares. La profusión de flores naturales y artificiales y las reliquias, informan al extranjero que se halla en una tierra donde el catolicismo poseyó, alguna vez, su prístina grandeza. Estos emblemas pacíficos de los altares son oscurecidos por las insignias guerreras ubicadas en la parte superior de la nave. Penden del techo cerca de veinte banderas capturadas a los españoles en varias ocasiones: Montevideo, Maipú, etc. El nombre de Fernando VII está inscripto en casi todas. El altar mayor está adornado con piedras preciosas de gran valor: cuando se encienden las velas el efecto es soberbio. El órgano y el coro son buenos: las notas de primero, vibrando a través de las naves, y las mujeres arrodilladas envueltas en negros ropajes, producen una impresión muy intensa. El gobierno y las autoridades municipales concurren a la Catedral en las fiestas patrióticas y religiosas, formando procesión al encaminarse al templo y al salir de él. La misa de doce del domingo es la reunión de las bellas y elegantes damas de la ciudad. Entre las iglesias, San Francisco es la más profusamente adornada. Ocupan la nave central y los altares, vírgenes y santos de varias suertes, trajeados con los ricos atavíos que la devoción de los feligreses ha costeado. El altar mayor es esplendoroso; iluminado semeja una lámina de oro. Creo que algunos ornatos son valiosos. Este edificio es de una considerable extensión; hay en él veinte frailes franciscanos, únicos representantes de su comunidad en Buenos Aires. Las torres están cubiertas de azulejos que, a la distancia, tienen apariencia de mármol. San Francisco es mi iglesia predilecta, porque a mí, como a los niños, me encanta lo que brilla. A la Iglesia del Colegio voy rara vez, por prejuicio o por el deseo de venganza que suscitó en mí uno de los sacristanes, quien me informó que los ingleses estaban de más en ese sitio, agarrándome el brazo para indicarme la puerta de salida. En cualquier otro lugar le habría dado su merecido. Esta iglesia es sombría por fuera e interiormente, aunque está provista de los ornatos de rigor. Las procesiones del Espíritu Santo salen de esta iglesia. La de Santo Domingo es espaciosa, con una cúpula muy amplia. Había en ella, hasta la supresión de 1822, cuarenta y ocho dominicos, entre los cuales se encontraba un sacerdote irlandés, el padre Burke, a quien en razón de su bondad se le permitió conservar su celda. Tiene setenta años y es muy estimado por ingleses y nativos, pues es un hombre desprovisto de los prejuicios que tan frecuentemente deshonran a su investidura. Las celdas de los sacerdotes y el jardín constituyen un agradable retiro. El interior de Santo Domingo es luminoso y aireado, sin opulencia, pero hay en este lugar objetos que sublevan los corazones ingleses: estandartes británicos rodean la cúpula, trofeos de las expediciones de Beresford y de Whitelocke. Se recordará que Crawford, con parte de su división, se refugió en esta iglesia. Los más penosos recuerdos me trajeron estas banderas, obtenidas no en lucha franca, sino por enemigos ocultos e inaccesibles. Me he compadecido del destino de mis compatriotas, asesinados y sin posibilidad de desquite, por quienes no hubieran podido resistirles media hora en un honrado campo de batalla. Esta ciudad es casi la única del mundo que puede vanagloriarse de la posesión de estos trofeos. La iglesia de la Merced es un bonito edificio con cúpula y torre. El interior es abigarrado y, en lo que se refiere a esplendor, tiene poco que envidiar a San Francisco. No escasean vírgenes, madonas, cuadros sagrados, etc., en deslumbrante abundancia, con el habitual número de confesionarios. Es muy concurrida. Hasta hace poco tiempo había allí cuarenta y cinco sacerdotes de la orden mercedaria; una orden muy peculiar, que permite —según dicen— llevar armas escondidas a sus profesos. Hay un regimiento que asiste al servicio divino en esta iglesia; la banda suele interpretar trozos musicales. Describir a una iglesia es describir a todas, pues tan sólo se distinguen unas de otras por su mayor o menor magnificencia. No está prohibida a los extranjeros la entrada al templo; pueden recorrer estos sagrados lugares con entera libertad. Estoy convencido de que el vejamen que sufrí en la Iglesia del Colegio fue una acción personal, no autorizada, del individuo que la cometió. Es mejor adoptar el modo de devoción corriente para evitar singularizarse. Los curiosos observan de cuando en cuando a los extranjeros, pero esto es de esperarse. Sin embargo, a algunas personas extranjeras les repugna visitar estos sitios por esa razón, a la cual debe unirse el temor de ser indiscreto. Tanto los templos como sus conventos, jardines, etc., ocupan vastas extensiones de terreno, en particular San Juan y Santa Catalina, construidas en una época en que el entusiasmo religioso era muy intenso. El teatro, como edificio, no tiene nada notable. Por afuera semeja un establo; pero el interior no es tan malo como podría esperarse. Ha sido muy mejorado desde mi llegada. El pueblo desea ansiosamente un nuevo teatro, hay un terreno cerca de la Plaza muy apropiado a este objeto, pero me temo que si el gobierno no decide realizar la obra, ninguna iniciativa privada tendrá lugar. Lo cual no deja de ser sorprendente entre gente tan aficionada al teatro. El primer deseo de los extranjeros al visitar la ciudad es ver el teatro: por el momento su insignificancia les hace sonreír. La platea es espaciosa y está muy alejada del escenario; los asientos tienen respaldos y brazos; son numerados y se les llama "lunetas"; cada persona tiene su sitio, de tal modo que las aglomeraciones y reyertas de nuestros teatros no son conocidas. No se admiten mujeres en la platea. En la galería principal lo único que divide un palco de otro es un pedazo de seda azul colgado sobre la división de madera. Estos palcos tienen capacidad para ocho personas. El alquiler del palco no incluye el de los asientos, así que es costumbre llevar sillas desde la casa o pagar una pequeña cuota adicional por ellas. Un palco cuesta tres pesos por noche. Estos palcos, como cualquier otra localidad, pueden ser alquilados por cierto espacio de tiempo llamado una "función", que dura diez noches. Muchas familias hacen esto porque es más económico. Bajo la galería principal y a la altura de la platea hay otros palcos que cuestan dos pesos y medio por noche. La cazuela o galería es semejante a la del "Astley", aunque no tan amplia. Van allí únicamente mujeres. Juntar en esta forma a las mujeres y separarlas de sus protectores naturales me parece abominable. Un extranjero suele formarse juicios erróneos sobre las bellas cazueleras, y apenas puede creer que las niñas más respetables se encuentren en ese lugar. Así es, sin embargo, y esposos, hermanos y amigos esperan en la puerta de la galería. Se dice que esta costumbre ha sido transmitida por los moros. Las diosas de la cazuela se portan correctamente; y sospecho que las muchachas inglesas no demostrarían tanta seriedad en análoga situación. En la parte superior del escenario están escritas las palabras: "La Comedia es espejo de la Vida". El palco del gobernador se halla próximo al escenario, y el del Cabildo, o palco de la primera magistratura, está enfrente. Pero recientemente el palco del gobernador ha sido trasladado al del Cabildo, mientras que el cónsul inglés ocupa el antiguo palco del gobernador. Este último concurre tan sólo en las pocas veces que su presencia es requerida oficialmente. El imprescindible apuntador tiene su caja, como es de rigor, en el centro del escenario, arruinando la perspectiva y, a veces, haciéndose escuchar tan claramente como los mismos actores. Un italiano, el signor Zappucci, que intentó una noche despertar la hilaridad del público con una canción cómica, cayó en la abertura practicada en el suelo. Los espectadores empezaron a pensar que la caída formaba parte de la canción cómica. Por fortuna no se lastimó. La disposición de lo escenarios ingleses a este respecto ofrece una utilísima lección a los extranjeros más prevenidos. La entrada general vale dos reales, pero ésta no incluye el asiento. Se vuelve necesario alquilar un palco o una luneta (que cuesta tres reales) como complemento. Los soldados, que constituyen en todos los lugares la policía de la ciudad; se ubicaban anteriormente adentro y afuera del teatro, pero ya no sucede así y los ciudadanos republicanos no se sienten ya ultrajados por la presencia de la autoridad. En el teatro no se venden refrescos; nunca oímos el: —"¡Señores y señoras! ¡Comprad fruta y un programa!"— de nuestros vendedores; y los espectadores de la platea se ven libres de la lluvia de cáscaras de naranja y manzana. Tampoco deben estar sentados cinco o seis horas: tres horas y media es lo más que dura la representación. El público de la platea se suele levantar en el entreacto, sin encontrar luego dificultades para recobrar su asiento. Está prohibido fumar, pero el cigarro tiene tantos encantos que algunos esperan la ausencia del personal para fumar en los corredores. El teatro permanece abierto todo el año, con excepción de la cuaresma; entonces se permite tan sólo tocar música. Los días de representación son los domingos y jueves, aún cuando suele trabajarse en martes, festividades sacras, etc. Como en todos los países católicos, los domingos por la noche son los días más concurridos. Las noches de lluvia no hay función. El programa habitual consiste en la representación de un drama y una farsa. A veces hay canto en los intervalos. De cuando en cuando se da Otelo —no el nuestro de Shakespeare, sino una traducción del francés—. En vano trataríamos de encontrar el dramatismo que subyuga la imaginación y electriza a los espectadores. La mezquindad en el planteo del tema y los frecuentes absurdos requieren nuestra paciencia. Un ingenioso caballero inglés tradujo El Judío y La rueda de la fortuna de Cumberland; pero son obras demasiado sentimentales para gustar a todo el mundo. El amor ríe de los cerrajeros y Matrimonio, traducidas del francés, son obras muy a gusto de todos. El vagabundo escocés y Carlos Eduardo Estuario obtienen los favores del público. Los intérpretes están al mismo nivel que los actores de nuestros teatros de provincia. Doña Trinidad Guevara es la actriz más admirada. Tiene buena figura, un rostro más o menos expresivo y una voz dulce y plañidera. En los papeles de Leticia Hardy y María de El ciudadano está notable. También se luce en las piezas sentimentales. El primer actor es Velarde; representa tragedias, comedias y farsas. Sería cruel decir con Silvestre Daggerwood que también las echa a perder, porque tiene bastante talento para la comedia. En las tragedias no está brillante. Debe concedérsele el mérito de cuidar en algo la indumentaria de sus personajes. Le he visto representar un oficial británico con un uniforme muy semejante a los usados por nuestros guardias de a pie. La manera de vestirse que tienen casi todos los cómicos es bastante ridícula. Un noble inglés siempre aparece con la orden de la jarretera y una estrella, esté en la calle, en el bosque, o en su dormitorio. El señor Rosquellas, en el papel de Lord Leicester o Essex (no recuerdo cuál) de la Reina Isabel de Rossini, lleva un traje de moderno mariscal francés. Su buen gusto y experiencia deberían evitar estos desafueros. El señor Culebras es el hazmerreír de la gente joven —el Claremont de este teatro—. Cuando aparece en escena se recibe aclamando su nombre. No puedo adivinar por qué razón se ríen de él en tal forma, como no sea por su flacura por el hecho de ser algo así como un segundo empresario — (Mr. Lamp de la compañía—. Se dice que es un hombre sensato y su dicción española es muy ponderada. Es un actor discreto y agradable. Hay un buen actor de comedia ligera, Felipe David por nombre —el Listón de la compañía—; y un señor Vera, hábil intérprete y cantante cuyas artes son muy apreciables. Su interpretación del Coronel Cox en el drama Carlos Eduardo Estuardo, basado en un incidente posterior a la batalla de Culloden, me trajo a la memoria el Rattan de Lovegrove en la farsa La colmena. Cuando las actrices inglesas aparecen en las tablas para interpretar una escena de llanto, llevan pañuelos blancos prendidos a sus ropas: aquí los aprietan entre las manos. Ambas costumbres son ridículas y el constante uso que se hace aquí del procedimiento le vuelve aún más risible. La orquesta es integrada por veintiocho músicos. Las sinfonías interpretadas en los intervalos son de Haydn, Mozart, etc., como en los teatros ingleses. Las funciones comienzan con una obertura muy bien elegida por lo general. La música ha progresado notablemente; algunas composiciones difíciles son bien interpretadas: una práctica constante y, sobre todo, los desvelos del señor Rosquellas han obtenido tal resultado. Este caballero, español de nacimiento, debutó como cantante en Buenos Aires el año 1822. Su dedicación le ha permitido vencer los inconvenientes de su monótona voz, y se le oye con sumo agrado. El señor Rosquellas 1puede ser llamado el fundador de la ópera de Buenos Aires; antes de su llegada la orquesta era muy mediocre. El señor Rosquellas habla inglés y está casado con una señora inglesa. Ha estado en Londres y creo que cantó allí con Braham. Es hábilmente secundado por el señor Vacani, oriundo de Río de Janeiro, el mejor bufo que yo haya visto (excepción sea hecha de Naldi). Noche tras noche un público entusiasmado oye a Rossini: el dúo "All’idea di quel metallo" del Barbero de Sevilla gusta aquí tanto como en Europa. La partida de Vacani dejó un vacío en el mundo musical que ha sido en parte compensado por la presencia de Doña Angelina Tani. Esta tiene una hermosa voz de contralto; sus notas bajas son muy poderosas y algunas producen gran efecto en un trío de Isabel, reina de Inglaterra de Rossini. Durante la cuaresma de 1824 hubo funciones musicales de alta calidad que contrastaron con las torpes representaciones de costumbre. Un artesano inglés intentó una incursión en las tablas. Cantó "La hermosa doncella" y "La doncella atribulada", pero no despertó interés. Tenía buena voz pero carecía de gracia. Dudo mucho que el inimitable Braham agradara a estas gentes. La sola idea de un inglés músico les hace sonreír. Las más bellas composiciones de Arne, Storace, Shield, Braham, etc., serían sospechadas como plagios de compositores continentales: la única música que les agrada es la italiana y española. Rosquellas logra triunfos cantando canciones populares españolas, como "Contrabandista" y otras, porque, aunque alejados de España, se sienten atraídos por la música que arrulló su infancia. Habría derecho a esperar que personas tan afectas al baile como los criollos tuviesen un cuerpo de baile regular; pero no es así, y los únicos bailes que tenían lugar, hasta hace poco eran interpretados por bailarines del teatro de Río de Janeiro, que aceptaban contratos por un breve período. Acaban de llegar, procedentes de los escenarios de París y Londres, Mr. y Madame Touissaint, y han sido acogidos con merecida admiración. El bolero, el fandango y las castañuelas parecen ser exclusivamente españoles: yo creía erróneamente que aquí eran danzas muy difundidas. Los Touissaint bailan el bolero con mucha gracia. Un inglés que visita un teatro extranjero no puede menos de asombrarse ante la tranquilidad y el orden reinantes —tan distinto es el ambiente de los teatros de su patria—. El teatro de Buenos Aires podría, a este respecto, dar ejemplo al de las ciudades más cultas. 2 Pese a la objeción de Lord Byron —que nunca escribiría un drama para nuestros teatros de invierno mientras existiesen galerías populares— yo prefiero la alegría bulliciosa y los muchos inconvenientes del teatro inglés a la monotonía de los extranjeros. La magnificencia e ingenuidad de nuestra pantomima de Pascuas, que todos pretenden despreciar y a la que todos concurren, con los felices rostros infantiles que ríen de las bufonadas de un Grimaldi, no tienen rival en país alguno. Un teatro de Londres es, en verdad, un mundo. A veces un marinero inglés rezagado entra en el teatro, pero, no entendiendo lo que allí ocurre, opta por la taberna. La presencia de un marinero en el teatro no es deseable. Una noche, dos marineros hacían observaciones en voz bastante alta: el público reía, pero no así la policía, que puso a los pobres diablos en la calle. Uno de los hombres juraba tener costumbre de armar trifulcas en los teatros de Portsmouth y de Liverpool sin que nadie se lo estorbase, y maldecía la falta de libertad existente en Buenos Aires. Como mis compatriotas se hallaban inclinados a resistir, les induje a que se retirasen, pues hombres inermes no podían hacer frente a una policía pertrechada de bayonetas y espadas. Las reyertas entre actores y empresarios son tan conocidas en el Nuevo Mundo como en el Viejo. Velarde dejó el teatro después de haber tenido una o dos querellas. El público presionó para que volviese y el empresario tuvo que ceder. Su aparición en escena, después de la pendencia, fue triunfal: las señoritas de la cazuela alfombraron el escenario con ramilletes de flores. Estas desavenencias dan lugar a que las partes apelen al público con alocuciones impresas. En el caso de Velarde, el empresario le había acusado de ebriedad. El actor negó indignado; pero admitió que el 25 de Mayo, en honor del día, como todo buen patriota, se había achispado un poco, rompiendo vasos y peleando con el empresario. Además, en respuesta a una observación que ponía en duda sus gracias personales, afirmó que no poseía la escala de Jacob para subir al cielo e interpelar a Dios por no haberle hecho un Adonis. Cierto fraile llamado Castañeda comprometió la reputación de Doña Trinidad al señalar, en una publicación, que ésta llevaba en escena el retrato de un hombre casado. La dama no representó durante varias noches. Su reaparición fue acompañada de una salva de aplausos: el público —como el público inglés en el caso de Mr. H. Johnstone y Braham— ha juzgado que la vida privada y la vida pública son dos cosas distintas. Los cómicos anuncian a veces sus propios beneficios, incluso las mujeres. En tales casos. La dama se dirige al público con la seriedad y compostura que exige la ocasión, paseando por el teatro y entregando los programas de la función anunciada. La redacción de estos últimos es muy pomposa: "Al inmortal y respetable público de Buenos Aires. . ., etc.". Entienden tanto de propaganda como un empresario inglés de provincias. Antes de que el beneficio tenga lugar hay costumbre de iluminar la fachada del teatro y exhibir algo alusivo a la próxima función.3 No faltan fuegos de artificio, cohetes y una banda de música en la puerta. Un periódico ha ridiculizado esta costumbre sin que se le prestara atención. Los ingleses no van al teatro con asiduidad. Dicen ellos que es falta de interés, pero yo creo que los verdaderos motivos de su indiferencia son los negocios y su inclinación por la sociedad británica. Sin embargo, hay cierto número de ingleses que olvida por un momento los negocios y concurre a los lugares de esparcimiento. Algunos de ellos vagan sin objeto fijo, mirando gravemente a las lindas muchachas, a quienes designan con nombres de su invención. Me hacían reír señalándome a diferentes señoras bajo los nombres de Imogenia, Eufrósima, Discreción, Corina, Zenobia, las Griegas, etc. A un caballero, D. Jerónimo Salas, le llaman "el rey" por su parecido con Jorge IV de Inglaterra. El parecido es considerable, pero D. Jerónimo no es tan grueso como S. M. No todos los días vemos personas tan corpulentas como S. M. Británica y D. Jerónimo: el primero (aparte todo prejuicio patriótico) tiene aspecto de rey, el segundo es solamente un hombre hermoso. No es raro ver en el teatro a niños de meses en brazos de sus madres, así como también esclavos. Las damas van bellamente ataviadas a los palcos, combinando la pulcritud con la elegancia. Por lo general, visten de blanco. El cuello y el seno están bastante descubiertos para despertar admiración sin escandalizar a los mojigatos. Una cadena de oro u otra alhaja suele pender del cuello. El vestido lleva mangas cortas y el cabello es arreglado con mucho gusto: una peineta y algunas flores, naturales o artificiales, por todo adorno. Las noches de estreno presenta el teatro un conjunto de hermosas mujeres (como no podría soñar un extranjero). A menudo he contemplado sus oscuros ojos expresivos y el negro cabello que, si posible fuera, embellecería aún más esos bellos rostros. Creo que ninguna ciudad con la misma población de Buenos Aires puede vanagloriarse de poseer mujeres igualmente encantadoras. El aspecto que presentan en el teatro no es sobrepasado ni en París ni en Londres. (He sido un asiduo concurrente a los teatros de ambas capitales.) Verdad es que las plumas y los costosos diamantes de inglesas y francesas no se ven en Buenos Aires; sin embargo, en mi humilde opinión, esos adornos no aumentan la belleza femenina. El teatro fue abierto nuevamente el 16 de enero de 1825, bajo la dirección del Sr. Rosquellas y otros, después de permanecer dos meses cerrado por reformas. Grandes mejoras se han realizado: las lunetas han sido tapizadas de terciopelo carmesí, las paredes se limpiaron y pintaron de nuevo, el escenario fue acercado a la platea y el espacio que ocupaba la orquesta ampliado. Hay un telón nuevo con las armas del país y otras divisas pintadas en él. El teatro ha mejorado de apariencia al reforzarse su iluminación. El cuerpo de Opera constituye la principal atracción del teatro. Tienen a Rosquellas, al renombrado bufo Vacani, a Vacani el joven, a Vera, a las dos señoras Tani y a Doña Angelina Tani, quien canta siempre exquisitamente. Al reaparecer Vacani, tras una corta ausencia, fue recibido con entusiastas aclamaciones y se arrojaron flores al escenario. Para los bailes tenemos a los Touissaint y a un cuerpo de ballet que comprende bailarines cómicos portugueses procedentes de Río de Janeiro. Ejecútanse ahora ballets de conjunto en lugar del "pas de deux" y "pas seul" de una o dos figuras principales. Bajo el régimen español, la Cuaresma era la época más triste del año; hoy es la más alegre: óperas y ballets hacen las delicias del auditorio; dos o tres veces por semana se interpretan selecciones de El Barbero de Sevilla, Fígaro, Enrique IV, etc. Conduce la orquesta el diestro Masoni, cuyo talento arranca estruendosas ovaciones. Se estudia el proyecto de presentar óperas completas en sustitución de trozos escogidos. Se ha mencionado Don Giovanni, con Rosquellas en el papel principal: por su figura y gestos resultaría admirable, sobre todo a aquellos que no han visto a Ambrogetti. En noches de estreno se ven a la entrada del teatro hermosos carruajes con faroles encendidos y con lacayos uniformados, pertenecientes a la colonia inglesa y otras familias. Cuando llegué, en 1820, apenas si existía uno de esos coches. Si un español visitara la ciudad, tras una ausencia de varios años, quedaría sorprendido; las rígidas festividades de la Iglesia han sido sustituidas por inocentes esparcimientos; el zumbido de los negocios saludaría su oído y encontraría europeos por doquier. La vieja España ha dejado de dominar en Buenos Aires para siempre; algunos ancianos claman aún por la Madre Patria, pero la inmensa mayoría de la población —la nueva generación especialmente— es patriota decidida. "El 21 de febrero de 1825 hubo una representación de aficionados a beneficio de las viudas y huérfanos de los caídos en las guerras de la independencia. El lleno fue total y proficuas las ganancias: en los teatros porteños no se admiten vales. La obra elegida, Virginius, fue interpretada por caballeros nativos con tanta maestría como para hacer enrojecer de vergüenza a los actores profesionales. Un francés-norteamericano, Stanislaus de nombre, que viene de Harannah, ha dado varias exhibiciones de galvanismo, juegos de manos, etc., ayudado por artefactos de su invención. Es lo mejor que he visto en su género. Su actuación es superior a la de los prestidigitadores ingleses. Los nativos aseguran que está en relaciones con el diablo ¿Cómo podría, de no ser así, transportar pañuelos de individuos sentados en la platea, hasta las torres del Cabildo? Según dicen, ha hecho esto. Stanislaus llena el teatro. Su pintoresca pronunciación española divierte mucho: es una mescolanza de castellano, inglés y francés. Se dio una conferencia sobre astronomía que no obtuvo el éxito que era de esperarse, o por falta de afición a esta instructiva ciencia o por no parecerle al auditorio que un teatro fuese el lugar más a propósito para tratar estas cuestiones. El conferenciante leyó con monótona voz, contribuyendo al aburrimiento del público. Un inglés (Bradley) posee un Circo que da funciones los domingos por la tarde y en las festividades religiosas. Como jinete y payaso, Bradley es estimable, si bien debe luchar con muchas desventajas. |
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