Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capìtulo 3
Residentes extranjeros. — Comerciantes, tenderos, médicos. — Sociedad de comerciantes británicos. — La primera línea de buques ingleses a Buenos Aires. — Disputa entre el Capitán Willis y el Gobierno. — Tratado con Inglaterra. — Inglesas en Buenos Aires. — Ingleses casados con argentinas. — Los fallecimientos de Mr. Dallas, Rowcroft y Jack Hall. — Irlandeses ayanquizados. — Residentes norteamericanos. — La muerte de Mr. Rodney. — Franceses, portugueses, alemanes, italianos y prusianos. Antes de entrar en detalles sobre los usos y costumbres de españoles y criollos, daré una información sobre los extranjeros que habitan esta ciudad. En su mayoría son ingleses. De acuerdo con el censo de 1822, hay 3.500 ingleses en la provincia de Buenos Aires. Los comerciantes británicos gozan de gran estimación en Buenos Aires: el comercio del país se halla principalmente en sus manos. Es elevadísimo el número de dependientes y empleados británicos que trabajan en barracas, curtidurías y domicilios particulares. Casi todos los comercios tienen un dependiente español, el cual (así como los empleados británicos) habita en el establecimiento. La siguiente es una lista de los establecimientos comerciales británicos de Buenos Aires:
La mayoría de estas casas tienen sucursales en Río de Janeiro, Montevideo, Chile y Perú, constituyendo una vasta red comercial de no escasa importancia para los intereses británicos. Nuestros comerciantes en Buenos Aires no son únicamente terratenientes y accionistas, sino que, desde la fundación del Banco, han llegado a ocupar el directorio de éste. Así, identificando sus intereses con la suerte del país, estoy persuadido de que velarán celosamente por su independencia. En 1821 los comerciantes ingleses de Buenos Aires prestaron al gobierno una suma de dinero que fue puntualmente devuelta, contrariamente a lo que algunos esperaban. El empréstito fue concedido unos pocos meses antes de una revolución, cuando Ramírez y Carrera amenazaban la provincia, volviendo problemático el cumplimiento de la deuda. La mayor parte de los comerciantes británicos son escoceses, hombres proverbiales por su talento y actividad en el comercio. No se me acusará de parcialidad si afirmo que nuestros comerciantes honran el país que habitan. Citaré las palabras que D. Valentín Gómez pronunció en un banquete con motivo del cumpleaños de S. M. B. (23 de Abril de 1823): —"Los ciudadanos ingleses se han demostrado dignos de la reputación de que gozan. En Buenos Aires han sido siempre buenos padres de familia y excelentes huéspedes. La Provincia debe otorgarles su protección." Los empleados de las casas de comercio trabajan desde las 8 de la mañana hasta casi la misma hora por la noche, exceptuando los días de fiestas: es, en verdad, una tarea pesada. Aparte de los comerciantes hay una multitud de ingleses dedicados a la venta al por menor. En la calle de la Piedad tienen numerosas tiendas en las que se vende toda suerte de artículos. En todas partes de la ciudad encuentra uno compatriotas. Al frente de los negocios es frecuente ver inscripciones como éstas: "Zapatero inglés", "Sastre", "Carpintero", "Relojero", etc. etc. La cantidad de súbditos británicos dispersos en el país que se dedican a la curtiembre, a la agricultura, y a otras tareas, es más numerosa de lo que podría creerse. A veces los criollos demuestran cierta envidia hacia los) ingleses. Suponen que tenemos el monopolio de los negocios y le sacamos la moneda al país. Estos torpes alumnos de economía política no entienden que en los negocios, las obligaciones son mutuas, y que a menudo debemos comprar materia prima a precios ruinosos. El aumento de la población en un país nuevo y despoblado como éste, recién liberado de una odiosa servidumbre, debe ser considerado favorablemente: las personas bien informadas saben que es así. Hay tres médicos ingleses en Buenos Aires: el doctor Leper, el doctor Dick y el doctor Ougham y dos farmacéuticos, Jenkinson y Whitefield. Leper y Dick, cirujanos de la armada británica, son bien remunerados por su hábil práctica. La profesión médica no es aquí tan lucrativa como en Inglaterra: allá se paga una guinea la visita, aquí un peso. Sin embargo, los médicos suelen ser obsequiados por su clientela. Recuerdo haber visto en Londres treinta guineas sobre la mesa de un consultorio médico, resultado de medio día de trabajo. No obstante, este dinero no bastaba para cubrir los gastos del doctor, carruaje, etc. Una entidad científica, creada hace poco tiempo, examina las condiciones de los médicos locales, haciendo preguntas —según me han contado— que pondrían en aprietos al mismo Esculapio. A dos infortunados irlandeses se les encontró en falta y se les prohibió ejercer. A los irlandeses no les agrada que se pongan en duda sus habilidades: por consiguiente uno de ellos, tomando la pluma, compuso una larga filípica; el otro, no resignándose con esto, habló en una reunión del cuerpo médico. Pagó su atrevimiento con tres semanas de calabozo y el destierro. A un médico francés se le prohibió ejercer por haber cometido un error al atender a una señora parturienta. Hay un médico norteamericano, Bond, y muchos médicos criollos. Se me ocurre que éste sería un excelente lugar para el ejercicio del curanderismo. La explotación ya ha comenzado. Una medicina llamada "panquimogoge", inventada por un tal Le Roy —"el inmortal Le Roy", como le llamaban los diarios—, era considerada un curalotodo que igualaba a los milagros del príncipe Hoheniohe. Quien dudaba de la eficacia del "panquimogoge" era un ignorante. Se decía que el descubridor tenía una estatua de oro en La Habana. Mientras duró la engañifa el filtro se vendió a precios muy elevados. Pero pronto se reveló la superchería: varias personas se enfermaron seriamente y otras murieron, ante la consternación de los entusiastas admiradores de Le Roy. Aunque parezca increíble, varios ingleses fueron víctimas del curanderismo; en verdad, jóvenes y viejos, enfermos y sanos, bebían el "panquimogoge". Algunos ingleses han comprado estancias o chacras para la cría del ganado; temo, sin embargo, que no pueden competir con los criollos, quienes parecen ser excelentes ganaderos. La Sociedad Comercial Británica es una empresa exclusivamente inglesa. Por reglamento, ninguno que no sea de esa nacionalidad puede ser socio. Los actuales miembros son cincuenta y seis en número; la cuota es reducida. Fue fundada en 1810, y es no solamente un lugar de esparcimiento sino una valiosa oficina de informaciones. Se lleva una prolija cuenta del movimiento portuario y de la exportación e importación. Hay excelentes anteojos con los que pueden distinguirse las banderas de los barcos a gran distancia. Hay toda clase de periódicos británicos: The Courier, The Times, Morning Chronicle, Bell's Messenger, gacetas de Liverpool y otras ciudades (así como los diarios de Buenos Aires), Precios del día, Lista de embarques, Revista trimestral, La revista de Edimburgo, Lista de navegación, y otras publicaciones. Los mejores mapas de Arrowsmith —con los cuatro cuartos del mundo— se hallan allí, así como cartas de navegación del Río de la Plata, un cuadro muy bueno de la muerte de Nelson y otro de la batalla de Copenhague. Un comité tiene nominalmente la dirección del establecimiento, pues todo se dirige en la secretaría. Siempre se obtienen aquí correctas informaciones comerciales; todo extranjero puede enterarse de las noticias del día, aunque, dada la naturaleza de la institución, sólo los ingleses pueden ser miembros. Para disfrutar de la entrada a los salones de lectura es menester ser presentado por un socio. 1 Todas las personas inglesas respetables debieran suscribirse. Una vez cada tres meses los socios se reúnen en una comida en el hotel de Faunch para tratar los asuntos de la sociedad. La Sociedad Comercial Británica suele reunirse en casa de Mrs. Clark, 2 Doña Clara. ¿Qué persona que haya estado en Buenos Aires no ha oídf hablar de esta señora — "el hada bienhechora" del lugar? Hay una biblioteca de libros ingleses que contiene seiscientos volúmenes, número que aumenta diariamente. Criollos y extranjeros pueden suscribirse. Varios caballeros norteamericanos y algunos criollos que hablan inglés se han hecho socios. El secretario de la Sociedad Comercial es también el bibliotecario. Algunos individuos se quejan de la falta de liberalidad de la Sociedad Comercial, al no admitir miembros extranjeros; pero, sin olvidar el derecho de los británicos a formar sociedades exclusivas, podría suceder que Inglaterra fuera envuelta en una guerra, y no sería agradable el trato con posibles enemigos. Hasta octubre de 1821, las cartas traídas por barcos británicos eran directamente entregadas a la Sociedad Comercial, que pagaba al gobierno por el franqueo. Pero este procedimiento despertó la animosidad de los extranjeros y ahora se reciben las cartas en el Correo Central, donde se dan toda clase de facilidades. Sin embargo, muchas cartas destinada» a personas que viven en el interior se han extraviado. Esto se debe a la costumbre de permitir el retiro de cartas del correo a quien paga por ellas: una abyecta curiosidad ha motivado la pérdida de mucha correspondencia. La inauguración de líneas marítimas a Buenos Aires —efectuada por el Condesa de Chichester el 16 de abril de 1824— fue un acontecimiento de cierta importancia. Los barcos traen correspondencia para Chile y Perú, estableciendo una comunicación directa y rápida con regiones que, hasta hace pocos años, tenía alejadas la codicia española del resto del mundo. Los capitanes de estos paquetes no deben, por el momento, esperar que sus inversiones rindan muchas ganancias, pero algo se recupera y hay algunos pasajeros que pueden pagar el precio establecido, que, en realidad no es exorbitante, si se considera la comodidad excelente que se proporciona. El camarote cuesta £ 80; el pasaje de proa £ 40. El arribo es ansiosamente esperado por todos. En los primeros tiempos la travesía era muy lenta. últimamente se ha abreviado mucho tiempo: el Lord Harbert llegó en 47 días; el Eclipse trajo trece pasajeros, todos ellos personas relacionadas con negocios de minas. Espero que este sistema de navegación sea provechoso para quienes lo dirigen; la intensificación de estos medios de comunicación hace honor al gobierno británico, único que se ha preocupado de este servicio público. La inclinación inglesa a mantener separados el hogar y los negocios y a vivir a cierta distancia de la ciudad es muy visible aquí. No faltan los Stockwells, Kenningtons, Newintones, Camberwells de Buenos Aires, con sus huertas y jardines semejantes a las del Londres suburbano, faltando tan sólo los apeaderos y las cabalgatas a diez y ocho peniques desde el Banco y la calle Gracechurch. Las residencias inglesas son fácilmente reconocibles por su pulcritud y confort. La casa de Mr. Fair, situada en una elevación próxima al río, al sur del Fuerte, ofrece un hermoso aspecto. Mr. Fair ha gastado mucho dinero en la edificación; pero la casa mejor ubicada es la de Mr. Cope, cerca del Retiro. Los ingleses se han visto envueltos en numerosas querellas con este gobierno. La última ocurrió en abril de 1821, a raíz del decreto que obligaba a los extranjeros a tomar las armas. No se sometieron los ingleses a esta imposición (¿cómo es posible que intervengamos en las luchas intestinas de un país extranjero?). El capitán O'Brien, del Slaney —que navega hoy por lejanos mares 3— fue designado como representante de los intereses británicos y mantuvo con ese motil una larga correspondencia. Los buenos oficios de los comerciantes solucionaron el problema, y el capitán O'Brien se sintió muy incómodo, pues consideraba que en su carácter de delegado oficial tan sólo a él le correspondía llegar a un acuerdo. La rencilla provocó cierto revuelo en Buenos Aires. Uno o dos miembros de la Junta llegaron a envalentonarse, pero dichos Tibaldos fueron silenciados por los miembros sensatos. Desde que gobierna Rivadavia todos los problemas se han solucionado amistosamente. La disputa entre el capitán Willes, del Brandzen, y el gobierno de Buenos Aires, motivó mucho ruido. El capitán Willes tenía instrucciones de ir a bordo de todos los barcos ingleses que llegaran a la rada. Durante esta operación, un bergantín armado hizo fuego contra el bote. Hubo otros sucesos desagradables y el capitán Willes recibió orden de abandonar estas playas en el término de dos horas. Así lo hizo. A bordo se hicieron infructuosos esfuerzos para solucionar las cosas. Las embarcaciones inglesas condujeron el bergantín a la rada exterior. La población fue azuzada por una sarta de mentiras y falsedades, publicadas en el Centinela. En las puertas de dos o tres casas inglesas se colgaron amenazadores carteles; se acumularon firmas en una lista que exigía pronta venganza del insulto hecho a la bandera nacional. Pero creo que si hubiesen atacado al Brandzen no habrían contado con muchos voluntarios. Los ingleses enviaron una nota al capitán Willes pidiéndole que abandonase Buenos Aires, a fin de evitar que la irritación pasase a extremos peligrosos. El Brandzen partió para la Colonia, no sin que antes el capitán hiciese constar que tan sólo la consideración debida a sus compatriotas en tierra le forzaba a hacer esto. Así terminó el asunto. La querella fue un asunto privado y el gobierno prometió respeto y protección a todos los súbditos británicos. Sin embargo, es posible que, de haber atacado el capitán Willes a un barco nativo, el hecho hubiera provocado represalias. El gobierno de Buenos Aires se permitió ser un poco autoritario y precipitado en sus procedimientos contra el oficial de un país que, sin alianza de ninguna clase, ha procedido siempre en forma amistosa. Es de lamentar que el capitán Willes rehusara bajar a tierra cuando se lo pidió Rivadavia. Nuestro compatriota se sintió confundido ante la alarma provocada por lo que él consideraba su deber. Los ingleses radicados en el país desde años atrás desearon, a no dudarlo, que el Brandzen hubiese estado a mil millas de la costa, especialmente las mujeres. Confío, sin embargo, en que ninguno habrá sido tan mezquino que colocase su seguridad y bienestar por encima de la dignidad nacional. La rada exterior ha sido motivo de muchas disputas. Lamento que el incidente antedicho nos haya privado del trato de un oficial cuya distinción y amabilidad hicieron las delicias de cuantos tuvieron la suerte de conocerle. El capitán Willes, en Montevideo, fue literalmente adorado. No creo que la colectividad inglesa se haya visto seriamente molestada, pues tenemos numerosos amigos, y no faltaron abogados defensores del capitán Willes. Un panfleto que apareció luego, firmado, según se dijo, por "Un inglés", expuso clárame la malevolencia del Centinela. Los cónsules evitarán estos inconvenientes en el futuro. Nuestros marinos no son buenos diplomáticos; prefieren, como ya hizo notar un miembro de la Cámara de los Comunes, "la espada a la pluma". Durante el tiempo en que se esperaban represalias algunos alemanes padecieron espantosas zozobras, temiendo ser confundidos con ingleses. Su aspecto físico es muy semejante al nuestro, y casi todos hablan inglés. Los criollos confunden a norteamericanos y alemanes con ingleses, sin poder hallarles nada que los distinga. Un muchacho criollo me dijo una vez que todo aquel que decía "How do you do?" era compatriota mío. En las peleas que tienen lugar en el puerto entre los marineros ingleses y criollos, éstos aplican siempre a los primeros el término de "inglés bruto". Estas pendencias son raras, porque nuestros marineros no les prestan atención. Mr. Woodbine-Parish, cónsul general británico en Buenos Aires, desempeña correctamente su puesto: sus modales afables y caballerescos. Los dos vice-cónsules, Mr. Griffiths Mr. Pousset, merecen idéntico elogio. El último, por su aspecto físico, recuerda a los miembros de la familia real; si fuera algo más corpulento creeríamos estar en presencia del duque de York. Las provincias de Entre Ríos, Córdoba, Santa Fe, Mendoza, etc. han enviado representantes al Congreso de Buenos Aires, autorizando al gobierno federal a actuar por ellas en los trámites del tratado con Inglaterra que, después de largas discusiones, ha sido firmado y ratificado. Mr. Woodbine-Parish, acompañado por los vice-cónsules y otros caballeros, hizo una visita oficial al gobernador ofreciéndole sus respetos. La recepción del cónsul fue, como era de rigor, muy cortés: el Fuerte fue embanderado y se lanzó una salva de cañonazos. La cláusula que establecía la tolerancia religiosa fue muy debatida en el Congreso. Algunos miembros estaban alarmados. Sin embargo, los protestantes pueden edificar ahora iglesias públicas. Se ha ganado esto en contra de los viejos prejuicios. No obstante, la opinión que tengo de la devoción inglesa en Buenos Aires no es muy elevada. Se practica ahora una especie de oración u oficio metodista en casas particulares Un capitán procedente de Liverpool hizo circular folletos religiosos e izó la bandera de las misiones para marineros en su barco; me temo que no encontrará mucho entusiasmo en esta ciudad para esas cosas. Otro artículo muy satisfactorio del tratado es el que exime a los súbditos británicos de prestar el servicio militar. Cuando han surgido disputas a este respecto los ingleses han sido los únicos extranjeros que han hecho oposición; los otros son espectadores meramente pasivos. Los domingos y días de fiesta los consulados inglés y americano izan sus respectivas banderas. En el Consulado Americano flamea también la bandera de Buenos Aires: el coronel Forbes, bastante habilidoso, conoce los gustos de la población. He observado que muchos compatriotas que desean volver a ver su país, hablan, sin embargo, de regresar luego a Buenos Aires. Forzosamente deben sentir amor hacia un país en el que han vivido varios años. Ocho o diez años de ausencia de la patria cambian a nuestros más queridos amigos; algunos mueren, otros se ausentan, otros son indiferentes. También en Inglaterra debe uno resignarse al inexorable destino. Muchos ingleses dominan el español a la perfección; han aprendido esta lengua durante una larga residencia en el país, al cual han llegado en sus más tiernos años. Me ha sorprendido la rapidez con que aprenden los niños ingleses el idioma: en pocos meses de práctica pueden mantener una conversación, mientras que los mayores necesitamos años para alcanzar tal perfeccionamiento. A los treinta años de edad no se sienten deseos de aprender idiomas. Al hablar de las inglesas de Buenos Aires experimento una delicadeza rayana en timidez, y me acuerdo del proverbio familiar: "En boca cerrada no entran moscas". Lo cierto es que, salvo algunas excepciones, no hacen honor a nuestra raza. Hay pocas mujeres de clase alta y algunas parecen agradables, así como también las de la clase media; pero, con todo el respeto que me merecen las clases humildes, diré que más de una vez me he acordado al verlas del arrabal de St. Giles. Respondiendo a la observación de una dama criolla, me arriesgué a decirle que, a pesar de las encantadoras mujeres de Buenos Aires, hay en Inglaterra quienes las igualan, si es que no las superan, en gracia y belleza. Agregué que no le quedaría la menor duda si pudiera yo con la lámpara de Aladino trasladarla a mi país, donde las contemplaría en todo el esplendor de su belleza, y que las pocas de mis compatriotas que atravesaban el océano no podían ser puestas como ejemplo, por la razón de que un viaje a Sudamérica era demasiado dificultosa para una dama. No soy yo el único que se lamenta de la falta de gracia de las mujeres de la colonia británica: todos mis compatriotas son de mi opinión. Ninguna familia debiera traer sirvientas solteras y bonitas de Europa: es seguro que aquí las pierden. Aunque las muchachas no quisieran, les resultaría difícil resistir la avalancha de pretendientes, todos ellos obreros ingleses, que buscan afanosamente esposa de su misma nacionalidad. De tal modo que quienes deseen conservar sus criadas, deben buscarlas tan feas como sea posible; un antídoto contra las ardientes pasiones de nuestros Don Juanes. Una importación de mujeres inglesas de buena presencia obtendría un gran éxito aquí —y en muchas de nuestras colonias—. Desearía que algún aventurero formase grupos de muchachas, reclutadas entre las muchachas de clase baja de Londres, y las enviase a Buenos Aires; sería una excelente especulación y las pobres chicas saldrían ganando. Muchos ingleses se han casado con criollas y, por lo que veo, no se han arrepentido. El único inconveniente de entrar en esta sociedad, es que podría decirse que se casa uno con toda la familia, pues es costumbre vivir en la misma casa. Los ingleses se oponen a esto, logrando imponer su voluntad. El buen sentido de sus esposas les hace aceptar nuestras costumbres; sin embargo, el abandono del hogar paterno por parte de una hija querida es doloroso para los padres, cuyo único consuelo es entregarla en los brazos del hombre amado. Los ingleses casados con criollas han tenido que aceptar las ceremonias matrimoniales católicas. Algunas personas escrupulosas se espantarán de este perjurio, pero aquellos compatriotas que se han casado por amor comprenden el poco valor de estas formalidades. Entre personas liberales la diferencia de religión no puede turbar la paz doméstica; nuestras diferencias, por otra parte, son tan sólo de forma. Tan acendrados eran los prejuicios religiosos hasta hace algunos años, que una dama hubiera vacilado —y su familia intervenido— en casarse con un "hereje". El cambio en las costumbres es plausible y evidencia que los criollos no son ni sacristanes ni fanáticos. Una generación de niños hijos de ingleses y criollas surge ahora. Todos ellos hablan inglés y español. ¿Quién nos hubiera dicho años atrás, que podríamos ver a estos adolescentes volverse hombres amando la tierra en que nacieron y también aquella de sus padres? ¿Qué importantes consecuencias no resultarán de cimentar la amistad entre dos naciones antagónicas otrora? Supongo que los ingleses casados en esta tierra la consideran su patria adoptiva. Nunca podría yo compartir este sentimiento: no podría resignarme a no ver más mi patria. Ahora, si pudiera yo realizar el sueño de casarme con una criolla e ir a Londres, vivir en una residencia próxima a Grosvenor Square o allí mismo, visitar la Opera y todos los teatros, escuchar a Rossini, Catalani, nuestro Braham, Stephens, Kean y Macready, haciéndole apreciar sus diferentes gracias… ¿dónde quedarían el pobre Rosquellas y la señora Tani? En lugar de una cabalgata por el camino de Barracas o San José de Flores o San Isidro, iría con ella a lo largo de Queen’s Road hasta Putney, Richmond o Windsor; caminaríamos por los jardines de Kensington... ¡Dios mío! ¿A dónde me lleva la fantasía? ¿Por qué no podré persuadir a alguna bondadosa criolla de que conjuntamente con su hija me dé 200.000 pesos a cambio del amor imperecedero que yo le profesaría?... Los casamientos entre británicos son oficiados por capitanes de buques en presencia de dos o tres comerciantes cuya firma basta para dar carácter legal a la ceremonia. Un cónsul nos evitaría estas molestias. La colonia británica de Buenos Aires perdió a uno de sus miembros más distinguidos con el suicidio —en diciembre de 1824— de Mr. Dallas, quien se degolló con una navaja: se dice que negocios ruinosos fueron la causa de hecho tan lamentable. No ha dejado nadie que pueda sustituirle: era un perfecto caballero. La muerte de Mr. Rowcroft, ocurrida en el Perú, causó gran pesar entre los ingleses de Buenos Aires, que le estimaban mucho. Fue posiblemente el primer regidor de la ciudad de Londres que cruzó los Andes. Es muy lamentable que las balas de soldados extranjeros causaran su muerte. Consuela algo el hecho de que el suceso se debió a una deplorable equivocación. Se asegura que fue confundido con un oficial español, pues Mr. Rowcroft usaba orgullosamente su uniforme de oficial de caballería ligera. Un hijo de Mr. Robert Wilson visitó esta ciudad de paso para el Perú; pero volvió pronto, y se dirigió al Brasil al encuentro de un amigo de su padre: Lord Cochrane. Entre los compatriotas residentes en este lugar hay varios caracteres que resultarían singulares en la misma Inglaterra. Nadie que haya visitado Buenos Aires habrá dejado de oír el nombre del bullicioso bebedor Jack Hall, el enterrador de la ciudad quien por su apariencia y manera de vestir parecía un elegante de Newgate. El pobre Jack murió en 1824 y fue llevado hasta su última morada en uno de los coches de su propiedad; debido a su oficio se le había bautizado con el apodo de "inglés ataúd". Hall ejercía además otros oficios: era pintor, vidriero, lavandero, etc., etc. Cuando llegó los criollos le consideraban un prodigio. Los irlandeses naturalizados norteamericanos, o sea los llamados "yankees-irlandeses", pasan de vez en cuando por Buenos Aires en camino para otras partes. He conocido a varios. Es deprimente pensar que acontecimientos políticos puedan haber convertido a estos hombres en enemigos de su propio país. Cierto es que "marchan contra una roca inconmovible". Si alguna excusa puede haber para ellos es que las esperanzas de su juventud se han deshecho, y la opresión les torna en enemigos de su propia patria. Los norteamericanos hacen notar que quienes más desprestigian a nuestra patria son nuestros compatriotas los irlandeses. En sus predicciones sobre la supuesta decadencia del Imperio Británico hallan vasto campo en que desahogar sus odios, regocijándose con las imaginarias penurias que sobrevendrán a nuestro país. En lo que respecta a algunos irlandeses que conozco (o mejor dicho "yankees-irlandeses") lamento no poder abrazarlos y llamarlos hermanos. He notado que todos ellos tienen mucha imaginación, y cuando escuchan relatos sobre la intrepidez irlandesa — (¿y acaso no se ha derramado sangre ir. landesa por la causa británica?)— sus corazones laten apresuradamente y recuerdan los nombres de los oficiales irlandeses que se han distinguido. Hablan de sus hazañas con emoción asumiendo entonces la condición de súbditos británicos, porque dígase lo que se quiera nadie puede entusiasmarse con la gloria de un país extranjero. Cierta vez felicité a uno de ellos por su cambio de ideas; pero me contestó: —"No, no me arrepiento de lo que ha pasado; soy, y seguiré siendo, ciudadano americano". Hay tres casas de comercio norteamericanas: Mr. Ford, Zimmerman & Cía; Stewart and M'Call. Los residentes son pocos, y más son los visitantes casuales. Es difícil distinguir a los norteamericanos de los ingleses: uno de mis amigos criollos asegura que los norteamericanos siempre llevan sombrero blanco, anteojos y bastón. La observación es bastante exacta. A los ingleses nos divierten las expresiones idiomáticas americanas: "imagino...", "calculo...", "espero..."; ellos se burlan de nuestro continuo "Ud. sabe que...", en la conversación. Sería deseable que las futuras diferencias entre las dos naciones fuesen tan sólo gramaticales. Los norteamericanos mantienen un activo comercio en el río, y han traído valiosos cargamentos de la China y la India. La importación consiste por lo general en harina, madera, jabón, etc. Los barcos cargados de sal procedente del Cabo Verde suelen obtener proficuas ganancias. De cuando en cuando llegan artículos norteamericanos manufacturados, pero el negocio no es provechoso. El inmenso capital, la maquinaria y la eficiencia de Inglaterra la colocan, al menos por largo tiempo, muy por encima de toda otra nación. En lo que se refiere a Estados Unidos, supongo que todavía no es oportuno abandonar la agricultura por el trabajo manufacturero. Se exporta principalmente harina: durante una o dos malas cosechas en esta provincia las ganancias fueron elevadas. El precio de venta ha sido de 30 pesos la bolsa (aproximadamente 200 libras); el costo en Estados Unidos era de 7 u 8 pesos. En el año 1823 se importaron 70.000 bolsas de harina. Que un país de terrenos tan fértiles deba comprar su pan en el extranjero es asombroso, pero la agricultura es aún pobre en la América del Sur. El comercio norteamericano se efectúa puntualmente en embarcaciones con sobrecargos; los capitanes son hombres de excepcional energía. Llegan pocos barcos ingleses; son casi todos bergantines comandados por nuestros briosos hombres de mar: estos bergantines traen, a veces, cargamentos valiosos. Los norteamericanos se las arreglan para viajar con cargamentos pequeños. Cierto número de embarcaciones inservibles para la navegación llegan aquí para ser vendidas en subasta pública; la especulación parece ser ventajosa, a juzgar por la cantidad de barcos anclados en la playa que esperan su turno: hermosas embarcaciones a primera vista, pero "sepulcros blanqueados". La circunstancia de haber sido Estados Unidos el primer país en reconocer la independencia de esta provincia no le ha valido privilegio comercial alguno. Una vez presencié en un café un debate entre varios criollos: uno de ellos, en el calor de la discusión, afirmó que el reconocimiento de Estados Unidos no tenía más importancia que el que hubiese tenido el de la provincia de Santa Fe. El reconocimiento de España e Inglaterra es lo que realmente les interesa: no obstante. Estados Unidos ha dado el primer paso en tal sentido. Aunque hay en Buenos Aires muchos artesanos americanos, muy pocos han abierto taller. En la fabricación de botas, zapatos, sombreros, etc., así como en artículos de almacén, deben reconocerse inferiores a nosotros. En los almacenes se da preferencia a los jamones y quesos ingleses; pero debo reconocer que los procedentes de Estados Unidos no son malos. Los yankees, conociendo el gusto del público, hacen pasar sus artículos por ingleses: he comprado jabón norteamericano que ostentaba la corona británica. Quizá en ninguna otra parte del mundo haya tanta rivalidad entre ingleses y americanos, aunque, me alegro de notarlo, disminuye considerablemente. Se dice que los ingleses están muy pagados de su nacionalidad; tal vez sea cierto, mas los americanos no nos van en zaga. Al oír afirmar esto responden: “Nuestros vicios los heredamos de Inglaterra; nuestras virtudes son vernáculas". Mr. Rodney, ministro de Estados Unidos, falleció el 10 de junio de 1824. Fue muerte repentina: un ataque de apoplejía. La última noche de su vida dio una fiesta a la cual concurrió mucha gente. Era un viejo republicano muy estimado por todos los partidos: dejó una numerosa familia. El gobierno de Buenos Aires le honró merecidamente. 4 El secretario de la legación es el coronel Forbes: está en Buenos Aires desde octubre de 1820 y actuó como encargado de negocios de Estados Unidos hasta el arribo de Mr. Rodney. Hay muchos franceses en Buenos Aires; se asegura que son tan numerosos como los ingleses, pero yo no lo creo. El comercio francés dentro de sus límites debe de ser próspero. Sus importaciones consisten en artículos de tocador: abanicos, medias de seda, perfumes, agua de Colonia, joyas y todas esas fruslerías a que son tan aficionados los franceses. Algunas tiendas tienen una buena provisión de sedas francesas, chales, y toda suerte de artículos de señora. Roquin, Meyer & Cía., es la casa de comercio francesa más importante; pero hay gran cantidad de firmas criollas y extranjeras que importan mercaderías francesas; lo mismo hacen algunas casas inglesas. Hay hombres muy caballerescos e inteligentes entre la colectividad francesa de Buenos Aires. Pero el conjunto, en lo que a respetabilidad se refiere, no resiste la comparación con los ingleses. Los franceses lo confiesan y ríen de los mozos de café y camareros parisinos. La clase superior figura en la mejor sociedad de Buenos Aires. Sus vivas maneras y su conversación contrastan con la reserva inglesa. La compañía francesa es mucho más solicitada que la de mis humildes compatriotas: un francés está como en su casa en todas partes. Los ingleses visitan a las familias patricias que ofrecen a veces espléndidas tertulias; sin embargo, sospecho que se encuentran más a gusto entre ellos. El orgullo y muchos otros motivos se han invocado para explicar nuestro retraimiento, pero nada designa mejor nuestra actitud que la expresión francesa "mauvaise honre". Pese a estos reparos estoy convencido de que el carácter inglés es muy estimado y, aunque los, franceses nos venzan en el salón, no podrán quitarnos ese aprecio. Las nuevas de la muerte de Napoleón apenaron hondamente a la colectividad francesa. Transcurrió cierto tiempo antes de que se creyera la noticia: "Ha de ser una engañifa —decían— de los ingleses". Hasta que se confirmó el hecho, todos barruntaban una falsedad. Su amor hacia este hombre sanguinario ha dejado de asombrarme; si yo fuera francés posiblemente le amaría.5 El 15 de agosto de 1821 —aniversario de Napoleón— observé la bandera tricolor flameando en una pulpería francesa. Esta bandera, tan temible en un tiempo que obligaba a los ingleses a apercibirse para una sangrienta lucha, ondea hoy inofensivamente en Buenos Aires," como distintivo de barcos mercantes. Hay en Buenos Aires muchos portugueses comerciantes, tenderos, etc., que mantienen un activo comercio con el Brasil. La antipatía, rayana en el desprecio, de los españoles hacia los portugueses, es muy manifiesta aquí. Cuando en el teatro se representa un personaje portugués, el intérprete lleva traje de colorinches y se contonea ridículamente sobre el escenario, en medio de la hilaridad y de los aplausos del público, más entusiastas y ruidosos que los otorgados al "pequeño portugués astuto" de Sheridan: Isaac Mendoza. Alemanes, italianos y hombres de todas las naciones trabajan en Buenos Aires como comerciantes, tenderos, almaceneros, etc. El señor Schmalling, agente de la compañía Naviera Prusiana, ha establecido recientemente una gran tienda en Buenos Aires. Los géneros y franelas prusianas han sido arrebatados de manos de los vendedores. Esta preferencia obedece a que son más baratos —y algunos dicen mejores— que nuestras telas. El señor Schmalling vende sus géneros un veinte por ciento más baratos que los comerciantes ingleses. Es doloroso ser desalojados del mercado en la venta de un artículo que fue nuestra especialidad. No obstante, estoy seguro de que la eficiencia británica allanará estas dificultades momentáneas: la abrogación del impuesto a la lana puede ser el primer paso dado en tal sentido. |
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