Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 8
Policía. — Organización. — Hechos de sangre. — Hurtos. — Los pilletes de Buenos Aires. — Ejecuciones capitales. — Los pasaportes. — El ejército. — Indumentaria de soldados y oficiales. — Armamentos. — Castigos. — Bandas militares. El aniversario de la Reconquista. En cada parroquia o barriada hay un alcalde que toma a su cargo los conflictos y querellas que tengan lugar dentro de su jurisdicción. También organiza la patrulla nocturna. Cualquier vecino del sexo fuerte puede ser obligado a formar parte de la patrulla o, de lo contrario, nombrar un sustituto y pagar seis reales. Como esto último sucede con frecuencia, los extranjeros lo consideran un impuesto. La patrulla está armada de mosquetes y bayonetas y marcha por las calles haciendo paradas en las tabernas, cafés, etc. Los oficiales subalternos de la policía o de otras oficinas públicas llevan una espada oxidada como emblema de su poder. Hasta el mensajero que entrega la orden de concurrir a la patrulla nocturna llega armado de esa manera y a la menor provocación desenvaina la espada: esto se ha modificado algo en los últimos años. Buenos Aires puede enorgullecerse de su población correcta y ordenada. Se cometen algunos robos, pero muchos menos de los que podrían ocurrir en una ciudad inglesa de igual población; allá tienen lugar más hurtos a pesar de la poderosa fuerza policial. He transitado por las calles hasta altas horas de la noche, y me he sentido tan seguro como en Londres y quizás algo más. La única vez que me ocurrió algo desagradable en las calles fue cuando un soldado de guardia en el Cabildo intentó arrojarme de la vereda. No le di importancia al suceso, pero un amigo criollo insistió en que debía quejarme, alegando que en Londres se protegería a los extranjeros insultados. Fue conmigo al Departamento de Policía y presentó su queja ante un oficial. El soldado fue suspendido: parecía estar ebrio. El inconveniente de este país es que, aun entre las clases inferiores, basta la rencilla más leve para que salgan cuchillos a relucir. Lo que en Inglaterra terminaría con ojos amoratados y narices sangrientas termina aquí con un homicidio. Hasta que un castigo rápido y certero sea la consecuencia de estos actos, no podrá impedirse nada. La criminalidad ha disminuido desde que Rivadavia asumió el mando y se dio un decreto prohibiendo el uso de cuchillos. Pero la costumbre no ha desaparecido. Las sanciones son tardías y la probabilidad de que el criminal quede pronto en libertad de vengar sus días de cárcel, hace que la gente guarde silencio. En Inglaterra, donde la ley es severa, todos ayudan a prender un criminal, pero aquí hay mucha tibieza a ese respecto. En el término de tres años varias personas fueron asesinadas. Me inclino a pensar que una ley basada en el plan de Lord Ellenborough sería eficaz. Hace algunos meses, un portugués apuñaleó al sirviente de Mr. Bevans —el ingeniero cuáquero—, en pleno día. Los ingleses enemigos del "box” deberían meditar si es útil suprimirlo cuando ello podría dar lugar a que las disputas se decidieran con resultados fatales. Mucho antes de mi llegada era frecuente ver expuestos en la Plaza los cadáveres de quienes habían hallado la muerte en una pendencia, con el objeto de que fuesen reconocidos por parientes y amigos. Había un platillo al lado, destinado a recolectar dinero para el entierro. Estos asesinatos se producen entre el populacho y suelen ser consecuencia de una disputa entre ebrios. Cumpliré con la justicia al decir que no he tenido noticias de ningún asesinato deliberado, ya fuera la víctima criollo o extranjero. Los anales de crímenes de Buenos Aires están exentos de los refinados asesinatos de nuestra refinada Europa; y hasta, siento decirlo, de los de nuestra Inglaterra. No podemos citar nuestra patria como ejemplo al censurar los crímenes individuales de otros países. Las puñaladas eran algo tan corriente en Buenos Aires que nadie se ocupaba de prender al criminal. Si por casualidad era cogido, bastaba una breve prisión en el calabozo para que el homicida quedara en libertad de cometer más crímenes. Me han hablado de un hombre que cometió seis o siete crímenes con aparente impunidad. Que las cosas tengan este carácter despierta el asombro de todos los extranjeros. Cuando los extranjeros llegaban por primera vez tenían costumbre de transitar armados por la noche; pero tal cosa no sucede ahora: cobran pronto confianza. Los procedimientos de los ladrones criollos son tan ingenuos como los de ladrones ingleses de segunda categoría. Una de sus operaciones consiste en enganchar trajes, ropa blanca, u otros objetos, de las habitaciones, por medio de un palo largo que termina en un gancho. Si las ventanas no se cierran por la noche hay peligro de ser robado, aunque los barrotes de hierro deberían impedir la entrada. Unos amigos míos que residían en el Hotel Americano fueron burlados una noche por estos caballeros. Aun cuando eran tres en el cuarto, no descubrieron la falta hasta la mañana, al echar de menos sacos, pantalones, etc.; un escritorio había sido arrastrado hasta la ventana y los objetos valiosos extraídos; se veían papeles esparcidos por la calle y el cuarto. La comprobación del robo por la macana y los juramentos de mis amigos contra los ladrones, eran de reír. Otro amigo despertó al amanecer y observó que su chaleco bailaba en el medio del cuarto, colgado de un palo, y que el brazo de un hombre lo sostenía a través de los barrotes de la ventana. Mi amigo tenía una espada y hubiera podido cortar el brazo del ladrón, pero la caridad le llevó a dar un grito de alarma; palo y chaleco cayeron entonces y el ratero huyó. Serias pérdidas de documentos han ocasionado a veces estos robos. Los muchachos que rondan los teatros pidiendo la contraseña constituyen un verdadero tormento. Son grandes ladrones y muy desvergonzados. Debo a sus habilidades la pérdida de varios pañuelos de bolsillo. Habiéndome negado una noche a darles la contraseña me siguieron secretamente y cerca de la Iglesia de la Merced tuve la sorpresa de ser recibido por una lluvia de piedras y cascotes. Perseguí a los bribones sin alcanzarlos. Los soldados procuran ahora impedir estas ocurrencias y dos o tres que han sido sorprendidos recibieron el consiguiente castigo. Los muchachos de las calles de Buenos Aires son tan sucios y revoltosos como los de Londres, pero sin la audacia y el impulso belicoso de los muchachos ingleses. Algunos de sus juegos son semejantes a los nuestros (barrilete, bolitas, etc.). Tienen un sistema de jugar a los barriletes que podría denominarse "corsario"; colocan un cuchillo en la cola del barrilete, con el cual tratan de enredar otros para cortarles el hilo y si lo consiguen, cuchillo, barrilete e hilo, todo resulta presa legal. No juegan al "criquet", ni al aro, ni a la peonza ni al salto. Suelen cabalgar con gran destreza sobre ovejas enjaezadas como caballos. Los muchachos de las clases superiores son muy corteses y tienen maneras muy agradables; están por encima de nuestros muchachos ingleses en este sentido. Son educados muy cuidadosamente y no encontramos en ellos la aspereza de mis jóvenes compatriotas. Los muchachos criollos se dirigen a los extranjeros con el sombrero en la mano, dando muestras de gran deferencia. En mi estadía en Buenos Aires he tenido la suerte de mantenerme alejado de todo trámite legal, y nunca —a no ser últimamente— concurrí a los Tribunales por otros motivos que no fueran los de mera curiosidad. Sin embargo se solicitó mi presencia para informar de la moralidad de un marinero inglés que fue tomado preso en el Cabildo a raíz de una trifulca. Visité la prisión y encontré al hombre paseándose en un vasto patio, rodeado de otros prisioneros. Me informó del tratamiento bondadoso que allí había recibido. El juez (un hombre muy caballeresco), después de escuchar los informes puso en libertad al marinero, sin que fuesen necesarios más testigos. Mr. Pousset, el vice-cónsul, tomó participación en el asunto, recibiendo toda clase de atenciones de parte del juez. Para las ejecuciones capitales se usa el fusilamiento. Muchos piensan que la horca sería más apropiada para castigar el asesinato, y que la muerte del soldado debe ser dejada tan sólo para los soldados. A pesar de esto, opino que la muerte borra todos los crímenes. El reo condenado a recibir azotes es colocado sobre un caballo o mula, con las espaldas desnudas y las manos atadas. El castigo tiene lugar en el cruce de las calles: siempre que me ha sido posible he evitado la vista de tales escenas. Cierta vez presencié una: el desdichado no parecía sufrir mucho, e imaginé que en la escuela me habían azotado con la misma fuerza. Parecía que le golpeaban una docena de veces, con un objeto de madera semejante a un cepillo de piso provisto de púas. Algunos presos trabajan en las calles, asegurados por fuertes grilletes. Los marineros son castigados enviándoles a trabajar en los astilleros o en las calles. Hacia fines de 1824, la criminalidad aumentó considerablemente en Buenos Aires. Dos negros asesinaron bárbaramente a un genovés que tenía una hojalatería cerca de la Iglesia del Colegio. Los criminales fueron apresados y fusilados en el Retiro; luego se colgaron sus cuerpos públicamente, Un muchacho complicado en el crimen que había facilitado la entrada de los criminales, salvó su vida por no tener la edad establecida por la ley: no obstante presenció la ejecución. Dos individuos penetraron en la casa de Mr. Nelson, un comerciante inglés, e hirieron a un sirviente en varias regiones del cuerpo; al darse la voz de alarma los criminales huyeron. El criado curó de sus heridas. Muchos otros robos han tenido lugar, entre ellos el perpetrado a Mr. Parvin, clérigo americano, y a tres de sus amigos, quienes fueron despojados de sus ropas en las afueras de la ciudad. La primera ejecución de un monedero falso tuvo lugar en febrero de 1825 en la persona de Marcelo Valdivia, fusilado en el Retiro. Según la vieja ley española, a los monederos falsos se les cortaba la mano. Este joven había sido condenado a muerte, pero su pena fue conmutada por una exposición en la Plaza, encarcelamiento por ocho años, y destierro hasta el fin de sus días. En julio de 1824 soportó la primera parte de su condena. Permaneció sentado cuatro horas en la Plaza con los billetes falsos colgando del pecho. En la prisión falsificó algunos documentos, entre otros uno en que se ordenaba su libertad. El gobierno ha sido muy aplaudido por la firmeza con que castigó a este criminal. Los amigos del reo solicitaron vanamente la intervención del cónsul británico. El coronel Forbes, un americano, fue muy censurado por haber intervenido en 1821 en favor de un criminal, salvándole la vida. Una negra fue fusilada por atentar contra la vida de su señora. La ejecución de una mujer es bastante rara en este país. Pese a lo mucho que ha adelantado la jurisprudencia criolla, todavía tiene mucho que aprender: sobre todo es deficiente la ley que ordena el encarcelamiento de las personas antes del juicio. Tuve ocasión de observar los dos casos que narro a continuación: Con motivo de la primera emisión de papel moneda se descubrieron algunas falsificaciones. Un capitán inglés, West por nombre, del barco Fortuna, conversando a este respecto en una taberna, observó que una falsificación podía ser hecha con facilidad y rapidez. Enterada de esto, la policía le envió a prisión, por sospechar que West pudiese estar complicado en las falsificaciones. Fue puesto en libertad después de varios días. En otro caso, el capitán Harrison, de la embarcación Asia, sufrió un encarcelamiento de un mes por haber dado la falsa información de que Montevideo estaba bloqueado, lo cual era en parte verdad: barcos brasileños de guerra habían sido avistados allí en el momento en que el Asia partía para la Colonia. Si estos procedimientos se siguieran en Inglaterra, tendríamos que edificar tantas prisiones como iglesias, pues... ¿qué sería entonces de los caballeros de la Bolsa de Comercio? El juicio por jurados, el único aceptable, todavía no se conoce en la América del Sur. Los abusos no pueden ser rectificados inmediatamente; ya han tenido lugar sucesos inconcebibles. Los procedimientos legales son aquí costosos y tardíos, como en todas las partes del mundo. Ayudados por declaraciones, interrogatorios, etc., los pleitos duran años para regocijo de los abogados. Pero las engorrosas y viejas leyes españolas han sido reformadas, sobre todo en lo referente a los extranjeros y sus propiedades. Según estas leyes, cuando un extranjero moría su propiedad pasaba al Estado. Para salir de Buenos Aires, aunque sea para dirigirse a un pueblo vecino, hay que obtener pasaportes, que cuestan dos pesos si se abandona el país y cuatro reales si el viajero parte a una ciudad del interior. Causa sorpresa que los ingleses prescindamos de estos requisitos; a unos viajeros procedentes de Inglaterra se les pidió al salir sus pasaportes ingleses. El ejército regular de la provincia cuenta de dos mil a tres mil hombres, distribuidos en seis regimientos: tres de infantería y tres de caballería. En la infantería hay un regimiento de artillería, otro de cazadores y otro de línea. Hay también dos regimientos de cívicos (o milicia). Las tropas han mejorado considerablemente en cuanto í aspecto y disciplina, de los cuales estaban muy faltas. Hoy mismo no puede alabarse la organización de los ejércitos. Las maniobras son escasas: formación de líneas, compañías, etc., y algunos movimientos menores, como ejercicios de tiro, etc., que constituyen toda su preparación para una posible guerra. El súbito cambio de frente, la columna cerrada, los cuadros sólidos, la rápida formación en línea y los asaltos con bayoneta no pueden verse en Buenos Aires. No podrían oponer más que una resistencia débil a soldados veteranos, pero en la defensa de una ciudad, con ayuda de los habitantes y las fortificaciones de las casas, serían invencibles. Aconsejaría yo a los criollos que utilizasen este último método en el caso de que su ciudad fuese atacada nuevamente. El cuerpo de artillería es mejor: manejan los cañones con habilidad y poseen un buen tren de artillería de seis, ocho y doce libras tomado a los españoles en Montevideo y otros lugares. Se hacen repetidos ejercicios por la mañana temprano, en la playa, con estos cañones. La chaqueta de los soldados es azul con vueltas blancas, rojas y verdes; llevan gorras semejantes a las de nuestra infantería. El traje de cuartel consiste en una gorra de la cual cuelga una cinta lateral, y pantalón de todos los colores: algunos soldados no llevan ni zapatos ni medias. Los reclutas no visten desde un principio el uniforme, sino que se les deja andar sucios y harapientos. La población no toleraría la forma en que se reclutan soldados en Europa: toman a quien pueden, y por ello no debe provocar asombro que los equipos y materiales del ejército dejen mucho que desear. Si los soldados en su indumentaria parecen del famoso regimiento de Sir John Falstaff, no sucede así con los oficiales, quienes lucen uniformes vistosos y ostentan sombreros de tres picos provistos del escudo nacional. Los subalternos son jóvenes; los coroneles tienen aspecto muy militar. El coronel Ramírez, con su chaqueta azul y sus charreteras de oro, me recuerda siempre a un marino británico, y el coronel álvarez, que fue herido cuando nuestro ataque a Montevideo, me trae a la memoria el Raimundo del teatro de Drury Lane. Hay algunos oficiales franceses y alemanes de servicio: los primeros, con sus chaquetas azules y sus vueltas blancas, parecen soldados de Napoleón. El único oficial inglés del ejército criollo es un caballero llamado Carlos Bowness, quien después de una residencia de quince años en el país, parece más español que inglés. Salió de Inglaterra muy joven y no ha vuelto a saber nada de su familia. Muy pocas veces se ven oficiales militares sin uniforme: solamente en el teatro, en los cafés y en la asamblea. Pero la costumbre va cambiando y cuando no están de servicio se da ahora preferencia al traje civil. En Europa estamos en diario contacto con militares, y constantemente nos recuerdan el despotismo militar. Los soldados de infantería están armados con un mosquete y una bayoneta: los mosquetes tienen la marca de la Torre de Londres, y lo mismo que los sables de la caballería, necesitarían más cuidado del que se les presta. Los sargentos de infantería no llevan alabardas. La caballería regular tiene pocos soldados y no son tan brillantes como el regimiento del marqués de Angulema o el 10° de Húsares. Los azotes como castigo son empleados en los cuarteles: he oído los lamentos de los azotados en un regimiento de negros instalado cerca de mi alojamiento. Me temo que sea imposible conservar la disciplina sin este procedimiento. Si no fuera así la opinión pública ya habría hecho suprimir este castigo en Inglaterra. Las bandas de música que integran los regimientos han hecho notables progresos: hace tres años no se les podía oír. Desgraciadamente, las autoridades militares no nos proporcionan muchas oportunidades de apreciar sus talentos. Tenían costumbre, en las noches hermosas de verano, de salir del Fuerte a las nueve (en invierno a las ocho) y atravesando la Plaza situarse en una de las calles adyacentes, por lo general la calle Victoria a la cual nosotros llamábamos "Bond Street", por ser la calle de moda y tener muchas tiendas. Allí nos entretenían una hora o más, y he tenido el placer de escuchar muchas tonadas que me encantaron en Europa, como la obertura de Lodoiska. Otra atracción era la concurrencia de niñas en las horas nocturnas: más de un enamorado A ("cuan dulce suena la voz de los amantes en la noches") w aprovechaba la ocasión para hablar a su amada. En las noches de luna he observado los talles y los rostros de las bellas jóvenes, no afeados por ninguna gorra; pero los enemigos de la música me han privado de ese placer: me agradaría que leyeran la observación de Lorenzo en El mercader de Venecia, referente a las personas que no gustan de la música. Sin embargo, cerca de cuatro veces por semana, a las ocho o nueve de la noche, una de las bandas militares que marcha del Fuerte al Retiro suele interpretar buenos trozos de música. Cuando la noche es hermosa hay una numerosa concurrencia. La constante práctica ha dado flexibilidad a la interpretación musical: se tocan hermosas piezas, incluyendo la obertura de Lodoiska y la polonesa de la ópera El gabinete, Siempre me acuerdo de Braham al escuchar esta última pieza, y del entusiasmo con que el público de Londres aclama la canción. Los uniformes de las bandas están hechos a la turca, y aunque no tan espléndidos como los de nuestro tercer regimiento de guardias de a pie, pueden compararse a los uniformes de los soldados de línea. Los instrumentos son de fabricación inglesa; poseen todo lo que constituye una banda militar: triángulos, címbalos y cascabeles como nuestro primer regimiento de guardias. En 1820, algunos tenderos y artesanos ingleses, en un exceso de comedimiento, decidieron formar un cuerpo de caballería que constituiría el cuerpo de guardias del gobernador. Veinte o treinta hombres se vistieron con un uniforme azul claro y gorras estrambóticas y concurrieron al desfile como parte integrante de las fuerzas armadas de la Nación. La maniobra que llamamos de "San Jorge" y el ejercicio corriente de la espada no formaban parte de su adiestramiento. Ya sea porque los ingleses no hacen buena figura al servicio de un país extranjero, ya sea porque la opinión pública, desde la caída de Coriolano, no es favorable a estos internacionalismos, lo cierto es que el antedicho regimiento fue decreciendo en número hasta reducirse a cinco o seis humildes componentes. Hasta hace poco tiempo era costumbre disparar cañonazos en el Fuerte el 4 de julio, aniversario de la expedición de Whitelocke. Estoy agradecido que nos hayan ahorrado la mortificación de recordar este desdichado suceso: es un recuerdo que oprime el corazón. Nadie que vea las casas de Buenos Aires puede dejar de reconocer la imposibilidad de tomar tal ciudad empleando la táctica que por desdicha fue la nuestra, y teniendo una población enfurecida en contra; población que, desde lo más alto hasta lo más bajo, era nuestra enemiga. Personas bien informadas saben que con cinco o seis cuerpos de ejército y una artillería adecuada se hubiera podido tomar la ciudad sin entrar en ella, y, más aún, hubiera sido posible conservarla. Los españoles no tenían tropas que oponernos y aunque toda la población se hubiese volcado en las calles el resultado no podía ser más que nuestro triunfo, pues, como contestara el general Ross a un americano amigo mío (en Baltimore) prisionero entonces suyo: —"Me interesan los regulares de línea. De las milicias me río." Me dicen que nuestros heridos fueron tratados con bondad, sobre todo por las mujeres —que se habían revelado en la ocasión como encarnizadas enemigas—. Los "ingleses herejes" ya no son mirados, con el mismo horror que en otros tiempos. En el almanaque anual ha sido agregado el siguiente párrafo al fatal 4 de julio: —"Servicio en la Iglesia de Santo Domingo: acción de gracias a Nuestra Señora del Santísimo Rosario por el triunfo obtenido sobre 12.000 ingleses que nos atacaron en el año 1807." Con "Macbeth" exclamaré: "¡Sea para siempre maldita esa infausta hora!" Que este éxito inesperado les haya inflado la imaginación, era inevitable, pero, para hacer justicia a esta buena gente, diré que en presencia de ingleses nunca mencionan el episodio. Todos saben las desventajas que hubimos de soportar, y que nuestras tropas fueron expuestas a una terrible masacre. Podría llenar páginas con las anécdotas que he oído de Beresford, Pack y otros oficiales. Pero es un tema que no me atrae. |
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