Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 3
Los inmigrantes irlandeses.- Beneficios en la cría de ovejas. - Un poblador irlandés. - El Río Salado. - El comercio de pieles de nutria. - La estancia Camerón. - Hospitalidad del Sr. Martínez. - La villa de Dolores. - Un fogón y un lecho primitivos. - El comercio de yeguas, con los indios. - Una cena rústica. - Perros ovejeros. - La señora Methvin y su tropilla. - Llegada al Tandil. - Una villa desierta y una iglesia en ruinas. - Muy de mañana, ya estábamos todos en plena actividad preparándonos para reanudar el viaje. El hospitalario dueño de casa había obligado nuestra gratitud con sus bondades; siendo unos extraños para él, nos había tratado como a personas de su familia. Por espacio de varias millas hicimos el camino a través de un campo de pastizales duros y nos detuvimos en una pulpería para comprar pan a fin de tomar algún bocado. La pulpería era propiedad de una familia vasca; encontramos allí un carnicero de Buenos Aires que andaba comprando ovejas gordas; ofrecía un chelín y nueve peniques por cada una, pero el propietario no quería venderlas a menos de dos chelines por cabeza. Poco antes de entrarse el sol, llegamos a la casa de Mr. Murray, donde pensábamos pasar la noche. Era éste un irlandés que vivía en la costa del río Salado. Las orillas del río, en las proximidades de Chascomús, se hallan densamente pobladas por súbditos británicos, principalmente irlandeses, que se dedican a la cría de ovejas. En su mayoría son propietarios de las majadas; unos las tienen en sociedad, otros como únicos dueños. Es singular que casi todos estos irlandeses sean naturales del condado de Westmeath. Cuando uno de ellos llega al país, pobre e ignorando la lengua, las costumbres y el modo especial de trabajar en el campo, trata de emplearse en casa de algún compatriota. Si es sobrio y laborioso, pronto ahorra dinero y en lugar de seguir como simple cuidador de ovejas, las compra por su propia cuenta y se asocia con otros connacionales para adquirir una majada. Hay años en que, las ovejas, cuando se les mantiene en majadas pequeñas con los debidos cuidados, se duplican en número; calcúlase generalmente que paren dos corderos cada quince meses, pero, deduciendo en algo esa proporción por las contingencias que pueden sobrevenir, siempre el promedio sería de un 145 % en un año y tres meses. Tal aumento es, sin duda, extraordinario, pero se da únicamente cuando se pone mucha atención y cuidado. Como es natural, un hombre pobre, acostumbrado desde su niñez a cuidar a los corderillos lo mismo que a las madres, sabe mantener bien sus ovejas y obtiene rendimientos mayores que el rico propietario de majadas inmensas que se vale de peones para vigilarlas porque es muy difícil o imposible encontrar cuidadores diligentes y experimentados. En efecto: los que llenan estas condiciones pronto se hacen propietarios y al fin de cuentas quedan como cuidadores los inútiles y ociosos. En cuanto a los peones que se dedican a los trabajos de zanjeo, ganan de cinco a siete chelines por día, con más una buena provisión de carne de vaca y de cordero. Los más desvalidos entre los recién llegados están en condiciones de ahorrar, trabajando en cualquier faena y con un poco de diligencia, veinte chelines por mes. El ocio y la embriaguez son la perdición de muchos de ellos, que, bien conducidos, podrían formarse un pequeño capital. El dueño de casa, Mr. Murray, contaba setenta años de edad, aunque no hacía mucho tiempo que se hallaba en el país; tenía varios hijos e hijas y todos llevaban una vida feliz y próspera. La casa no estaba todavía provista de comodidades, pero se nos hizo una cordial acogida. Así que llegamos, mataron un cordero y mandaron a buscar vino. Después nos regalamos con asado y puchero, zapallos, pan y té. Nuestra llegada pareció hacer revivir el fuego de la juventud en el ánimo del buen viejo que nos retuvo hasta la media noche con las reminiscencias de los días lejanos. Era Mr. Murray un verdadero sportsman: su diversión favorita consistía en cazar cisnes y gansos silvestres que daban buena provisión de plumas y carne para la casa. A la mañana siguiente, después de habernos desayunado con un asado de cordero y una taza de té, ensillamos nuestros caballos y partimos. Pasamos el río Salado a la altura del Paso del Venado, donde encontramos cinco jinetes que arreaban una tropilla de veinte caballos, formando todos un gallardo conjunto. El río podía, entonces, vadearse con facilidad, pero en poco tiempo más iba a convertirse en una corriente rápida y profunda que los animales sólo podrían pasar a nado. En algunos lugares conocidos hay balsas para cruzar a los viajeros. Seguimos costeando el río, por un buen rato, divertidos en mirar los numerosos cisnes, gansos, patos y gallaretas que le frecuentaban; también vimos muchos flamencos, pájaros de singular belleza, especialmente durante el vuelo. El río abunda en buen pescado y había en él tantas nutrias, que nos dejaban acercar hasta muy escasa distancia. Los cueros de nutria se utilizan en la fabricación de sombreros y se exportan a Europa en cantidad, pero en el momento de que hablo estaba prohibido matar esos animales bajo penas muy severas. Esto se debía a que los naturales del país estaban todos sirviendo en la milicia y hacían la guerra; en tales circunstancias, los beneficios en la matanza de nutrias recaían exclusivamente en manos de los extranjeros; por eso el gobierno había prohibido, en absoluto, el comercio de pieles hasta que los milicianos fueran licenciados. Después de atravesar un pequeño arroyo, pasamos por la estancia llamada Camerón, propiedad de la conocida familia de Anchorena. Comprende esta estancia veinte leguas cuadradas y tiene por lo menos cuarenta mil cabezas de ganado; pero, como los pobladores de este inmenso establecimiento no dan abasto para atender al ganado de todos los rodeos, la hacienda se ha vuelto enteramente cimarrona; huía de nosotros asustada y con la rapidez de los venados; sólo algunos terneros se quedaban mirándonos pasar, como inconscientes del peligro. De ahí a poco, llegamos a una gran laguna, casi cubierta de aves silvestres: era de verse el gracioso movimiento de los cisnes negros y el efecto de su oscuro plumaje en contraste con las alas rojas y doradas de los flamencos; estos últimos, posados en grupos y cuando el fuerte sol les tomaba de frente, reflejaban sus rayos figurando una lámina de fuego. Pasamos después a orillas de otra laguna. Las tierras de las inmediaciones eran las más altas que yo había visto, aunque no merecían el nombre de colinas. El tiempo avanzaba y se nos hacía necesario buscar albergue para la noche. A cierta distancia vimos una casa y algunas plantaciones en las cercanías. Calculando que podríamos llegar antes de entrarse el sol, tomamos rumbo en esa dirección. Llegados a la casa, nos anunciamos como viajeros y pedimos hospedaje. El mismo propietario, un caballero argentino de apellido Martínez, vino hacia nosotros y nos invitó a pasar. La casa se levantaba junto a una laguna y la estancia se extendía en un área de cuarenta millas comprendiendo varios lagos, algunos salados y otros de agua dulce. Me fue muy agradable encontrar ciertos detalles de comfort muy ingleses a lo que se agregó la buena acogida que nos dispensó el dueño de la estancia. Esa noche tuvimos como cena un roast beef y no faltaron los accesorios: pan, sal, confituras, punch de coñac y un buen té. Luego el señor Martínez me instó para que ocupara su lecho y él arregló su cama encima de una mesa. Al día siguiente, por la mañana, antes de ponernos en camino, el estanciero nos hizo ver una tropilla de caballos bayos, los animales más lindos y mansos que yo había visto hasta entonces. No tenían una sola maña y en esto se parecían a los caballos árabes; además, eran una demostración de lo que puede alcanzarse tratando con paciencia a los caballos, porque es de saber que en estas pampas se observa una excesiva crueldad para con los animales. El Sr. Martínez se mostró como un hombre inteligente y hospitalario. La mañana en que partimos, el tiempo estaba hermoso y soplaba una brisa fresca. Cerca de la estancia vimos muchas osamentas de animales vacunos que eran devoradas por perros y pájaros. Como teníamos un largo día de camino, nos desayunamos sobre el caballo con unos bizcochos y frutas secas, mientras marchábamos. A eso de mediodía estuvimos cerca de la villa de Dolores que tiene ahora no más de dos mil habitantes y ha sido, al parecer, en otro tiempo, centro muy próspero como lo demuestra la cantidad de casas y jardines abandonados. La iglesia, muy pequeña y construida de adobes, no podría contener la décima parte de la población. Una división de ejército estaba acampada cerca de la plaza; las chozas de los soldados, trescientas cincuenta más o menos, eran construcciones de estacas, con techos de junco. Residen en Dolores algunos súbditos británicos y en los últimos cuatro años se han establecido tres médicos irlandeses. Averiguamos el camino a seguir y nos indicaron unas huellas de carros, pero a poco se hicieron tan confusas que tuvimos que abandonarlas y por último recurrimos a la brújula, resultando que íbamos hacia el poniente, cuando la dirección a seguir era la de sur-suroeste. Hicimos nuevo rumbo hasta pasar cerca de un rancho, donde nos confirmaron que seguíamos en buena dirección. Dolores se halla situada en terrenos muy bajos y, por espacio de varias millas, después de alejarnos del pueblo, fuimos ascendiendo en forma muy gradual pero perceptible. Todos los campos estaban cubiertos de una planta pequeña, parecida a la boja, que despide un perfume muy agradable. A la distancia, las llanuras aparecían como cubiertas de brezos achaparrados. En las primeras horas de la tarde divisamos, a lo lejos y en lo alto de una loma, una casa de buena apariencia y decidimos llegarnos allí para pasar la noche. Habitaban la casa un hombre soltero y su hermana, que eran los propietarios de la estancia. Como de costumbre, nos invitaron a pasar, ofreciéndonos todo cuanto necesitábamos. La estancia comprendía una legua cuadrada y tenía ganado en abundancia. Como ya nos hallábamos lejos del lugar donde habíamos comprado los caballos, pensamos que podríamos, sin peligro, dejarlos sueltos, y así lo hicimos, pero atamos uno de ellos a soga larga, cerca de la casa. El dueño nos pidió que lleváramos los recados y otros pertrechos a la cocina; era un rancho abierto en sus dos extremos de manera que el viento corría libremente por su interior. En mitad del piso había un espacio cuadrado, como de cuatro pies, formado con huesos de patas de oveja hundidos en el suelo y que sobresalían como tres o cuatro pulgadas. Allí ardía un fuego que se alimentaba con leña, yuyos secos, huesos y grasa. A lo largo de la pared había unos postes bajos, como de dos pies de altura, sobre los que descansaban estacas sujetas con guascas y cubiertas con un gran cuero de buey. Este aparato nos sirvió de cama. Arreglados nuestros bagajes y antes de entrarse el sol, salí a dar una vuelta por los alrededores. Encontré hasta doce perros muy grandes, todos pertenecientes a la casa y no fue poca mi sorpresa al encontrarme también con un indio que, según supe después, formaba parte de un grupo llegado de las inmediaciones de Tapalquén para comprar yeguas destinadas al consumo. La carne de ese animal es el alimento preferido de los salvajes y pueden comprarla muy barata, sobre todo tratándose de yeguas viejas, porque los nativos no se sirven de ellas para montar y el gobierno exige una licencia especial para matarlas. Los indios traen sal, que recogen en las salinas, y también ponchos, riendas y otras manufacturas con que trafican. Cambian de ordinario un saco de sal de treinta libras, por una yegua, por un poncho suelen obtener hasta quince o veinte de esos animales. Estos indios habían hecho ya su negocio y se aprestaban a volver a sus toldos con unas doscientas cincuenta yeguas de toda clase. Después de hacer un paseo a pie, que es el mejor descanso cuando se ha viajado mucho a caballo, volví a la cocina, la dueña de casa se ocupaba en preparar la cena. En el fogón había dos asadores inclinados sobre el fuego con sendos costillares de oveja. Uno a uno iban entrando los huéspedes y las personas de la casa; nosotros nos sentamos cerca del fuego sobre unos trozos de madera para observar cómo preparaban la comida. La mujer cortó en dos partes un zapallo muy grande colocando las mitades boca abajo sobre la ceniza; después llenó cada mitad con ceniza caliente, asándolas con mucha precaución. Por último limpió de cenizas el zapallo con una cuchara de metal y clavó los dos asadores en el piso, en ángulos opuestos del fogón, de manera que cuatro personas de las que allí estábamos podíamos comer cómodamente de un asador. Pusieron un poco de agua con sal en un asta de buey, y rociaron la carne. Una vela, colocada en una botella, alumbraba el festín. Cuando todo estuvo listo, sacamos los cuchillos y atacamos el asado y el zapallo con mucho apetito. Los indios que estaban en sus toldos, muy cerca de ahí, despacharían sin duda a esa misma hora uno de sus potros. Después de comer tomamos mate, bebida tan necesaria a esta gente como el té a los ingleses. En seguida, los dueños de casa, dándonos las buenas noches, se retiraron a dormir. Los peones se fueron bajo una ramada, al extremo de la casa principal. Nosotros, viéndonos dueños del refectorio, sala de banquetes o cocina, como quiera llamársele, pensamos también en descansar. Don José y yo ocupamos la cama de cuero a que me he referido. Don Pepe eligió un sitio en el suelo, con los pies cerca del fogón. Los perros, los gatos y hasta los ratones batallaron hasta el amanecer por asegurar posiciones en el dormitorio. El frío, afortunadamente, nos libró de las pulgas pero los ladridos, gruñidos y chillidos de los animales perturbaron nuestro sueño toda la noche. Al despertar me sentí aliviado recordando los melancólicos versos de Moore: «Oft in the stilly night...» que por un rato vinieron a mi memoria. Otra vez en camino, al cruzar una majada de ovejas por un sitio solitario, nos atacaron dos grandes perros; creímos hallarnos cerca de alguna población y miramos en derredor, pero no vimos vivienda alguna en distancia de varias millas. Supimos después que, en ciertos lugares, existe la costumbre de criar perros con las ovejas. Estas se aficionan a sus protectores al punto de que viven en comunidad con ellos, y los perros, a su vez, no dejan nunca las majadas. Según dicen, estos perros se acostumbran fácilmente a vivir entre los corderos cuando los amamanta, de cachorros, una oveja madre hasta que pueden comer carne. Oí alabar las cualidades de estos ovejeros, pero no creo mucho en ellas porque, de ser ciertas, la costumbre se hubiera generalizado más. En esta ocasión pasé dos días muy agradables en compañía de una familia escocesa, de nombre Methvin. Los trabajos de la estancia se hacían con mucho orden y en todo presidía la limpieza y el comfort. Las ovejas eran de lana muy fina, el ganado muy manso; casi todos los peones y sirvientes ingleses. Mr. Methvin no sólo era ganadero sino que se ocupaba en acopiar frutos del país que mandaba vender a Buenos Aires y tenía también una regular provisión de mercancías. La señora Methvin acababa de llegar de Buenos Aires, en coche, tras un recorrido de setenta leguas. Había hecho el viaje en seis días, en un coche tirado por cuatro caballos, acompañada por cinco hombres y con una tropilla de veinticinco animales. En tales viajes el vehículo marcha siempre tirado por cuatro caballos y un peón conduce el resto de la tropilla. Esta vez nos tocó soportar las molestias de la lluvia. Por espacio de cinco horas marchamos a través de una región cubierta de agua y durante todo el camino anduvimos con el agua a las ranillas del caballo. Por la noche, llegamos a un grupo de ranchos conocido por « –He dormido encima de un hormiguero. En efecto, cuando la luz del día nos permitió ver la manta con que se tapaba, advertimos que estaba negra de hormigas. La sacudimos lo mejor posible, después ensillamos los caballos y emprendimos la marcha. El sol, resplandeciente, fue secando nuestros ponchos y alegrándonos el ánimo hasta hacernos olvidar las molestias de la noche. Así seguimos camino adelante y las colinas del Tandil no tardaron en aparecer a la distancia. Al atravesar una vasta extensión cubierta de pastos altos, perdimos de vista las huellas que nos guiaban. Por dos veces volvimos atrás creyendo haber encontrado el rumbo pero la brújula nos sacó del error; por último nos acercamos a una pulpería donde nos dieron las señas del camino. Todo ese día marchamos en ascenso por los terrenos que llevan hasta el Tandil. A las doce nos detuvimos en la falda de una colina repartiéndonos un poco de pan; el agua –que sacamos de una lagunita próxima– estaba llena de insectos pero descubrí que el aguardiente los mataba y de esta suerte pudimos beberla sin peligro. Sintiéndome fatigado me acosté entre los pastos al calor del sol y caí en un profundo sueño. Después de un corto descanso reanudamos la marcha. El panorama de las colinas que se presentaban más elevadas, nos pareció el más hermoso después de haber cabalgado trescientas millas por llanuras monótonas. Tandil era el punto más distante a que pensaba llegar en mi viaje; tal vez por ello me hice la ilusión de que allí terminarían mis andanzas. También en ese día sentí por primera vez las angustias del hambre. El tiempo estaba hermoso y nos entretuvimos cazando armadillos, que constituyen un buen manjar. Las perdices son tan abundantes y mansas que las matábamos con los rebenques: de esta suerte nos procuramos un excelente almuerzo. Después de una marcha de cuatro leguas, llegamos a Tandil antes de entrarse el sol. Mister Swysey, un caballero norteamericano, me ofreció alojamiento en su casa mientras permaneciera en Tandil. Acepté complacido la invitación porque no existen en estos pueblos hospederías de ninguna especie para los viajeros. Tandil se encuentra a unas setenta leguas de Buenos Aires; su situación es bastante pintoresca porque se levanta al pie de una cadena de colinas rocosas que se extienden desde las inmediaciones del Cabo Corrientes, en una distancia de doscientas millas hacia el noroeste, donde descienden hasta perderse en la llanura. Las doce o catorce personas que se dedican al comercio tienen sus casas en el pueblo pero también intereses en el campo. No hay en el pueblo un solo artesano especializado en ningún oficio. Citaré el caso de un hombre bastante hábil en el corte de trajes pero que no sabe coser las piezas cortadas y se ve obligado a recurrir a las mujeres para esa tarea. Hace cosa de diez años fue construida una iglesia por suscripción popular, pero ya no tenía techo. El retablo principal, lo mismo que una pintura antigua, se hallaban hacinados en un cuarto, muy deterioradas por el moho, porque el clima es húmedo. Se han hecho gestiones ante el gobierno para que contribuya a restaurar el templo, dado el carácter quod sacra del edificio, pero el gobierno alega, para no hacer lugar a lo pedido, que quienes tomaron posesión de la iglesia cuando se construyó, son quienes deben ocuparse de mantenerla y repararla. El cementerio está en la falda de una colina cercana; nunca ha sido cerrado ni lo rodea un simple muro, lo que revela los hábitos primitivos de los pobladores. Como no hay un solo clérigo en la villa, los muertos son inhumados sin ningún servicio religioso. Una o dos veces por año, un sacerdote visita el lugar para celebrar misas, bautizos y matrimonios. La iglesia más cercana se encuentra a veinte leguas de distancia. Tandil ha sido en otro tiempo destacamento de frontera para la defensa contra los indios: conserva todavía un fuerte guarnecido con cuatro cañones pequeños. Pero la línea de frontera se ha extendido con tanta rapidez hacia el sur y el oeste, que el pueblo carece de importancia como punto de avanzada y se ha convertido más bien en centro comercial para las poblaciones circunvecinas. Ya se han establecido algunas estancias en los cazaderos de los indios –unas cuarenta leguas hacia el oeste y establecimientos similares habrán de instalarse hasta la costa del Atlántico. La población cristiana, sin embargo, es muy escasa. Hace algunos años, el general Rosas ordenó que fueran recogidas en Buenos Aires todas las mujeres de dudosa moralidad y después se las envió a esta frontera con instrucción de mantenerlas en la comarca para contribuir al aumento de la población. El precio de la tierra, en estas inmediaciones, es de unos dieciocho mil pesos la legua cuadrada, o sean cuatrocientas cincuenta libras esterlinas, al cambio, muy alto, de tres peniques por cada peso. Esto no hace más de dieciocho peniques por acre inglés y se trata de tierras fertilísimas donde podría entrarse de inmediato con el arado. En cuanto al ganado vacuno, vendido al corte, bueno y malo, resulta a quince pesos cada animal y las ovejas, desde un chelín y seis peniques hasta tres chelines, la docena. Me refiero a ovejas de clase ordinaria, aunque esas mismas, mestizadas, pueden, en dos o tres años, aumentar en precio por la mejor calidad de la lana. Estuvo por aquí, no hace mucho, un irlandés muy industrioso, de nombre Mr. Hanley 20, quien compró ocho mil ovejas al precio de un chelín y seis peniques la docena, lo que hace, al precio actual del cambio, no más de tres medios peniques cada oveja, algo menos que el valor de un huevo, porque, para entonces, no podía comprarse un huevo por menos de tres peniques. Las ovejas se desarrollan y multiplican sin el menor trabajo de sus propietarios, ya sea en invierno o en verano; por eso mismo tienen tan escaso valor. Las aves de corral exigen mayores cuidados y atenciones, aunque sus dueños no se muestran, tampoco, muy dispuestos a prestárselos. Cierto día, por la mañana, salimos a visitar una piedra muy renombrada que existe en las inmediaciones de Tandil: se halla sobre la falda de una colina, en la parte más alta y en verdad parece que estuviera colgada sobre el precipicio. Su posición es tan insegura que una persona algo medrosa evitaría ponerse a su sombra por temor de que la brisa más leve precipitara su derrumbe. Tiene veinticuatro pies de alto y la circunferencia, en la parte más ancha, es de cien pies. Toda la colina está formada por rocas de granito, de forma muy diversa: en la base pueden verse grandes rocas desprendidas, de un tamaño nunca visto para mí. El panorama general, contemplado desde la parte más alta, era sorprendente: llanuras feraces y fértiles valles se extendían en todas direcciones, cubiertos de incontables tropas de ganado; las águilas, espantadas, dejaban sus nidos bajo nuestros pies y la ausencia de toda habitación humana daba a la escena un carácter desolado y selvático. Me entretuve aquel día examinando una infinita variedad de plantas rupestres y atrajo mi atención, en especial, una planta verdaderamente mágica, que no vive sino del aire; le basta un fragmento de roca, un árbol cualquiera, para suspender sus delicados zarcillos y sus flores. Mientras yo distribuía mi tiempo de esta manera, don José y don Pepe, al pie de la colina, preparaban un abundante almuerzo; en un rato habían cazado unas veinte perdices, sin otro instrumento que una larga caña provista de un nudo corredizo de crin que suele emplearse para ese objeto. También habían cazado un armadillo. Después de la comida se organizó una partida de tiro al blanco, con rifle: formaban en ella norteamericanos, ingleses y naturales del país; los norteamericanos demostraron ser, en esa ocasión, los más hábiles tiradores. El blanco consistió en un peso plata, y la distancia era de cien yardas. El señor Arana, hijo del Ministro de Relaciones Exteriores, a quien había sido presentado por Mr. Swysey, conociendo mi interés por explorar la región, me hizo saber que no lejos de aquel lugar existía un volcán extinguido. Esto me sugirió la idea de formar una partida para visitarlo en el día siguiente. Yo nunca había oído nada sobre esta particularidad geológica de la pampa, con serme familiares casi todas las obras publicadas sobre el país, y celebré la oportunidad que se me ofrecía para conocerla. Postergué, así, mi viaje, dispuesto a formar parte de la partida exploradora. Un hombre con quien hable me hizo una larga relación sobre el cráter del volcán, su disposición y su anchura. En un principio tuve alguna duda sobre su existencia, pero como eran varias las personas que decían haberlo visto y se complacían en describirlo, terminé por dar crédito a lo que se afirmaba. En la mañana siguiente, a la hora prefijada, estábamos todos a caballo provistos de sogas para sondear la profundidad del cráter del volcán; esperamos por un buen rato a nuestro guía, y, al cabo de cierto tiempo, llegó un mensajero para comunicarnos que aquél se hallaba muy ocupado haciendo pasteles para festejar la fiesta patriótica del 25 de Mayo. Esta circunstancia aumentó mis dudas y me sentí más inclinado a volverme a Buenos Aires que a seguir hasta la montaña. Decidimos llegar hasta el pie de la colina, donde vivía un campesino familiarizado con el sitio en cuestión, pero, llegados a su rancho, supimos que su dueño se hallaba lejos de la casa, ocupado con una manada de caballos. La familia, sin embargo, nos dio las señas de otro hombre, tan experto como él en cuanto al objeto de nuestra búsqueda. Fuimos, pues, a un segundo rancho donde encontramos cuatro o cinco mujeres que nos animaron repitiendo lo que ya se nos había dicho sobre la existencia del volcán. Desgraciadamente, el dueño de casa se encontraba fuera también; su mujer nos dijo que conocía muy bien el lugar, que cuando salían a juntar leña, su marido le había mostrado la boca tenebrosa de la caverna, pero ella nunca había tenido valor para llegar hasta el borde. No faltó otra mujer sabedora de que un hombre –conocido por ella– había entrado a la caverna con una vela encendida; otro había tratado de sondear la profundidad con cuatro lazos anudados pero sin lograr tocar el fondo. La mujer que decía conocer el sitio, nos aseguró que, aun siguiendo solos, si teníamos en cuenta sus indicaciones, podríamos alcanzar nuestro propósito. Señaló entonces dos colinas que se mostraban a lo lejos y aseguró que en una estaba la caverna, pero, por desgracia, había olvidado en cuál de ellas se encontraba. Tomando en serio lo aseverado por la mujer, caminamos hasta la colina más próxima; después llegamos hasta la más distante pero sin éxito alguno. Por último, después de algunas horas infructuosas de exploración, volvimos al pueblo sin haber visto nada semejante a un volcán. Yo continué preocupado por verificar la verdad y ofrecí un premio de treinta pesos al que me condujera hasta el famoso cráter; creí que, como todos en la villa habían oído hablar de él y conocían su situación, encontraría una hueste de candidatos. Hice llamar al hombre con quien hablara en un principio y le ofrecí una paga porque me sirviera de baquiano: él me había descripto el lugar con gráfica minuciosidad, pero, cuando se vio en aprietos, dijo no estar muy seguro de encontrar el lugar exacto porque siempre lo había visto a la distancia. Por intermedio de un muchacho, hice entonces llamar a un hombre que conocía muy bien aquel sitio, pero contestó que no podía complacerme porque se ocupaba en techar un rancho. Resuelto a agotar todos los medios, busqué a otro de los campesinos que antes había visto: éste no abrigaba ninguna duda sobre la existencia de la caverna, pero tampoco había llegado nunca hasta ella: su mujer sí, lo había hecho, y nos prometió que ella nos acompañaría en la mañana siguiente. Estábamos comiendo cuando llegó un soldado de la milicia: el soldado se mostró muy elocuente en la descripción del lugar, pero, al ofrecerle yo algún dinero si quería servirme de guía, se excusó diciendo que al día siguiente se hallaría de guardia. Era claro que el volcán extinguido sólo existía en la imaginación de las gentes, a pesar de que lo describían con ese lujo de detalles con que suelen describirse las cosas imaginarias. Fuimos invitados a participar de las fiestas conmemorativas de la independencia argentina y concurrimos a la casa del Comandante, donde pasamos una noche muy placentera y alegre. Se hallaban presentes, uno o dos jueces de paz, el señor Arana y los vecinos más espectables de la localidad. Sirvieron mate, dulces, confituras y bebidas; se bailaron minuetes, valses, polkas y algunas danzas peculiares del país, con música de violines y guitarras. Continuó la fiesta hasta el amanecer, hora en que tomamos té y nos retiramos. Aunque nos encontrábamos en uno de los pueblos más apartados de la provincia, el porte y las maneras de los convidados a la fiesta, llevaban el sello de la cortesía, la gracia y la etiqueta impuestas por Almack 21; a todo ello se mezclaba una general alegría, poco común en las reuniones selectas de Europa y más próxima a la libertad y al buen humor que reinan en los saraos de familia. |
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