Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 7
 
 

Resultados de mis observaciones. - El gaucho, peón o paisano: su carácter y costumbres. - Dos categorías de estancieros. - Estado de transición en las costumbres nacionales. - Ausencia de clase media. - Perjuicios que resultan de la falta de trabajadores. - Un país fértil de población escasa. - Superabundancia de animales inútiles. - Molestias en los viajes. - Limpieza imposible. - Falta de aseo en la población. - Necesidad de una buena dentadura. - El inconveniente de los matambres. - El combustible, artículo de lujo. - Sistema de gobierno. - Las vizcachas y sus costumbres. -Búhos y avestruces. - Hábitos del avestruz. - Araña y sapos venenosos. - El bicho colorado.



Es llegado el caso de recapitular sobre mis observaciones en lo relativo al pueblo y a sus costumbres, al campo y sus producciones naturales, a la sociedad y sus leyes. Habré de referirme, ante todo, a los habitantes de la provincia de Buenos Aires.


La palabra «gaucho» es ofensiva para la masa del pueblo, por cuanto designa un individuo sin domicilio fijo y que lleva una vida nómada; por eso, al referirme a las clases pobres, evitaré el empleo de dicho término. Los hábitos y sentimientos del peón o trabajador criollo, se deben al estado mismo de la campaña. Yo me limito a considerarlo desde el solo punto de vista de su aptitud para el trabajo y el bienestar doméstico, que estimo como bases fundamentales a la riqueza y la moral del país. Me abstengo de indagar las causas de su situación actual, pues basta a mi propósito el establecer los hechos tal cual son.


El paisano vive en una choza o rancho, construido –según lo tengo dicho– con barro, estacas y paja. El rancho se compone, por lo general, de dos departamentos, uno de ellos destinado a cocina cuyos utensilios he descripto; el otro se usa como dormitorio, y contiene dos o tres sillas y un catre o lecho; los paisanos más pobres se sirven de una especie de plataforma dispuesta con estacas, tablas y trenzas de cuero, o bien de una piel de vaca, estirada sobre cuatro postes clavados en el suelo. Colocan encima cueros de oveja y lo cubren todo con una manta; suelen verse, a veces, algunas sobrecamas limpias. Los trabajos de estos hombres se limitan a todo lo que hace relación con los caballos y el ganado en general: todas las faenas las desempeñan sobre el caballo y nunca trabajan a pie. Por eso no se les ocurrirá tomar un arado, ni sembrar, ni cavar zanjas, ni cultivar una huerta, ni reparar la casa. Jamás se ocupan en las tareas propias de la granja: sienten asimismo aversión por las ocupaciones marítimas y las labores mecánicas; la caza y la pesca tampoco les interesan. El paisano rehuye todo trabajo cuyo éxito dependa del transcurso del tiempo; no sabe valorar éste y no lo cuenta por horas ni por minutos sino por días; es hombre moroso y su vida transcurre en un eterno mañana; tiene hábitos migratorios y, por donde quiera se encamine, sabe que encontrará de qué alimentarse, debido a la hospitalidad de las gentes. Si viaja –no siendo en invierno– duerme al aire libre con el mismo agrado que en su propia casa. Vive su vida activa siempre a caballo; si accidentalmente trabaja de pie, lo hace para matar animales, poner cueros a secar, o reparar los arreos de su caballo. Cuando está ocioso, se le hallará siempre fumando o tomando mate. Las mujeres se ocupan de la cocina y del lavado, pero trabajan apenas lo indispensable para la subsistencia de la casa. Los hábitos son uniformes y los días se suceden, todos iguales. El marido se levanta al salir el sol, toma mate, empieza a fumar, luego monta a caballo y sale al campo para cuidar el ganado hasta las diez o las once; cuando vuelve a casa, la mujer ya tiene preparado el asado, de vaca o de cordero; después duerme su siesta y vuelve a montar a caballo para repetir la misma faena. A tiempo de entrarse el sol, deja su trabajo y vuelve a cenar: consiste la cena en un plato de puchero al que se añade, a veces, un trozo de zapallo. En general no gusta de las legumbres y el pan constituye para él un lujo que raramente puede satisfacer.


Su diversión principal consiste en jugar a las cartas y es un experto jugador.


Los propietarios de campos pueden dividirse en dos categorías: los que quieren adoptar hábitos europeos, cuyas modalidades imitan, y los que prefieren conservar las costumbres del país. Estos últimos viven de idéntica manera que los peones: el patrón, aunque sea propietario de una o dos leguas de tierra, en nada se diferencia del peón, en cuanto a sus hábitos y sentimientos; la única diferencia notable está en que el patrón dispone de más dinero para jugar y anda mejor montado que el peón. Generalmente, los propietarios que desean adaptar sus costumbres a la vida europea, son aquellos que, por accidente o de propósito, se han vinculado a los extranjeros de Buenos Aires. Vuelven al campo con el deseo de mejorar sus propiedades y en lo posible conforman su vida a los hábitos y comodidades de la civilización. Como dato muy ilustrativo de lo que acabo de decir, mencionaré el caso de un rico propietario a quien visité. Este hombre vivía, –según una frase que oí de sus propios labios– en estado natural. Su indumento era el del gaucho; el cuarto en que dormía no había sido barrido desde seis meses atrás. Bajo el lecho que ocupé, se hallaba un gallo de riña, favorito del patrón, atado a una pata de la cama, para que su dueño pudiera tenerlo a mano y divertirse con él, colgaban de las paredes, estribos, espuelas y otras prendas de montar, todas de plata. La comida consistió en carne y nada más que carne; no se nos dio sal, ni pan, ni galleta ni verduras de ninguna especie; bebimos solamente agua y comimos en el suelo, a falta de mesa. Cerca de la casa de este hombre, tuve ocasión de visitar a otro que no era más rico, pero aspiraba a llevar una vida más civilizada; allí vi, complacido, una mayor limpieza, una casa bien amueblada, y la comida se sirvió debidamente, con buenos vinos, frutas y otros lujos. Este hombre, que parecía europeo en sus procedimientos de trabajo, no hacía cuestión de gastos y, sin embargo, prosperó, mientras el otro, con hábitos ociosos y limitado a las necesidades más elementales, vivió siempre en un estado próximo a la barbarie.


De todo esto puede colegirse que el país pasa por un estado de transición y que las costumbres atávicas darán paso, con el tiempo, a otros usos de índole superior. Ya el vestido a la europea se generaliza mucho y, cuando se le ve en el campo, llevado por un criollo, es señal de que en esa comarca se va operando algún cambio en la manera de ser general. A ningún extranjero que se respete se le habrá ocurrido adoptar el indumento nacional, y, por cierto, que ello no halagaría a las clases cultas: todo lo contrario. Puede decirse que no se ha formado todavía en el país una clase media: los propietarios de campos, dueños de grandes cantidades de vacas y ovejas, forman una clase; los peones y pastores forman la otra, pero los inmigrantes empiezan a formar una clase inmediata de pequeños propietarios de ganado, semejantes a nuestros «yeomen» 26.


En el proceso general de la sociedad, se notan cuatro estados definidos por los que el hombre atraviesa sucesivamente: el de la caza, la vida pastoril, la agricultura, y por último, el comercio. Los hispanoamericanos de esta región, se encuentran en el segundo estadio, porque si bien el comercio del Río de la Plata es muy considerable, se halla dirigido exclusivamente por extranjeros. Al presente, no hay muy buenas perspectivas para la industria en el país, por falta de trabajadores que permitan al capitalista llevar adelante un plan sostenido de operaciones en gran escala. Tomemos como ejemplo el caso de un hombre que compra tierras para la cría de ovejas: sólo dos caminos se le abren para alcanzar beneficios: uno, el comercio de la lana, el otro, el aumento natural de las majadas. La oveja es el animal que más cuidados requiere, particularmente si el criador pone empeño en multiplicar sus majadas, pero esto se hace casi imposible por falta de peones. Como consecuencia, en épocas de mal tiempo, las ovejas se desparraman y mueren los corderos pequeños. Otro renglón que puede explotarse con ventaja es el de la lana. Muchas veces el criador, viendo la imposibilidad de obtener beneficios por la sola procreación de las ovejas, dedícase al comercio de la lana, cosa que tampoco le demanda mucho trabajo. Hay propietarios que no han aumentado el número de sus ovejas, desde hace tres años, pero han mejorado de tal manera la calidad de las lanas, que, la libra de ese producto, vendida en esquilas anteriores al precio de dos peniques, puede venderse, al presente, a diez peniques. La escasez de peones origina, asimismo, muchos inconvenientes y causa perdidas considerables en la administración de las estancias. El clima benigno y el suelo fértil permiten que, tanto las ovejas, como el ganado mayor, se reproduzcan con asombrosa facilidad. Pero el número de trabajadores no está en proporción con la demanda de los propietarios y éstos no pueden sentirse satisfechos por la sola multiplicación de sus majadas, si saben que los corderos han de perderse o morir. Lo mismo ocurre en cuanto al ganado mayor, que se desparrama o se vuelve cimarrón.


En este viaje cumplí un recorrido de seiscientas a setecientas millas. Hubiera podido llegar hasta el Atlántico, en las cercanías de Quequén, donde están las últimas estancias del sur y de allí pasar a la frontera del oeste, siguiendo luego al norte, hasta el límite de Santa Fe, pero tal recorrido me habría significado un circuito de dos mil millas. En la zona que recorrí, el ganado en general –ovejas, vacas y caballos– no era muy abundante. En cuanto a la población, podía calcularse en un habitante por legua cuadrada. Si exceptuamos Tandil, no puede decirse que existan lomas ni colinas. Las corrientes de agua que encontré, no merecían el nombre de ríos. Tampoco se ven árboles ni piedras.


La primera tarea que debe emprender el poblador es edificar su casa y hacer plantaciones de árboles; ya crecidos éstos, podrá seguir con otras mejoras. Yo he visitado familias que, poseyendo miles de vacas, no tenían en sus casas un poco de leche ni de manteca; disponían también de caballos en grandes cantidades, pero no se hallaba entre ellos un solo animal manso. El suelo es excelente para la agricultura: sin embargo, la harina se importa de los Estados Unidos o de las provincias del norte del país. En este último caso se encarece mucho por el coste del transporte terrestre, a través de cientos de millas. En general, las incomodidades de un viaje como el mío no son muy grandes, si el viajero dispone de vigor físico suficiente para soportar las fatigas diarias; lo que constituye un grave inconveniente son las dificultades para mantener la higiene personal. Yo me he sentido, a veces, más que sorprendido al comprobar que algunas personas de familias respetables, rara vez se lavaban la cara ni las manos. En cuanto al baño, es algo casi desconocido y no existe en las casas un cuarto destinado a ese efecto, ni siquiera en las viviendas de familias ricas. Por la mañana, veíame obligado, con cierta vergüenza, a pedir un poco de agua para lavarme. Encontrándome entre gentes pobres, la miseria ha llegado a tal extremo, que me he visto obligado a sacarme la grasa de las manos con el propio cuchillo y a usar pasto, semillas y hasta paja del rancho para completar mi higiene personal.


Pero ésta no es una dificultad insuperable; los ingleses podrían salvarla proveyéndose de jabón, que no es caro, seguros de que conseguirán el agua con facilidad.


No aconsejaría yo a una persona de mala dentadura que hiciera un viaje por estas provincias porque, debido a la costumbre de asar la carne apenas muerto el animal, y a que los nativos dejan de lado las partes blandas y gordas de la res, prefiriendo las porciones más duras, los asados resultan a veces incomibles. Y como la carne asada constituye el único alimento en la campaña, quien no dispone de buenos dientes queda expuesto a sufrir hambre más de una vez, a menos que lleve buena provisión de pan y bizcochos. Yo, que tengo buena dentadura, al cabo de un mes sentía las encías tan irritadas de mascar aquella carne, que no me atrevía a tocar los llamados matambres. Afortunadamente solía conseguir perdices, armadillos o algún cordero tierno; de lo contrario me privaba de comer.


Si no fuera porque el clima es muy benigno, se haría casi imposible pasar una temporada en el interior de esta provincia, debido a las dificultades con que se tropieza para hacer fuego; no hay leña para quemar y el acarreo de cualquier especie de combustible resulta excesivamente caro. Por fortuna, los fríos no duran mucho y son tolerables, aunque la grasa, los huesos y otros sustitutos de la leña y del carbón, resultan, en el mejor de los casos, muy molestos.


Los dueños de pulperías, residentes en lugares apartados de todo centro de población, viven al parecer sin ninguna protección ni garantía en cuanto a sus personas y bienes, siendo de admirar la confianza con que dichos mercaderes sobrellevan una vida de peligros, expuestos a los ataques de merodeadores y ladrones. Se me ha asegurado que no ocurría lo mismo en tiempos anteriores al gobierno de Rosas. Sea como fuere, el sistema implantado por este último –que somete a la pena capital a todos cuantos violan las leyes del país, sin distinción de clases– ha terminado casi por completo con los robos y tropelías 27.


Un animal que abunda mucho en la pampa, especialmente en un radio de veinte leguas alrededor de la ciudad, es la vizcacha: tiene la cola larga y peluda y en algo se parece a la ardilla, siendo en tamaño dos veces más grande que el conejo. Sus cuevas, innumerables, obligan al jinete a mantenerse siempre vigilante, porque de lo contrario el caballo podría meter una de las patas en aquellos agujeros. Las vizcachas tienen hábitos gregarios y cavan la tierra en la misma forma que los conejos. Raramente se les ve durante el día, pero al ponerse el sol, salen a comer. Las he podido ver con frecuencia porque son muy mansas y no tienen conciencia del peligro: sentadas sobre las patas traseras, me observaban siempre sin inquietud y acaso con mayor curiosidad que la que yo sentía por ellas. Diríase que se alimentan de hierbas únicamente, porque no tienen a su alcance otra cosa y nunca se alejan mucho de sus cuevas. No he oído decir que sean comestibles, pero se sustentan de cosas limpias y su carne, una vez cocida, es tierna y blanca. Tienen las vizcachas una costumbre muy singular: cuando encuentran cualquier objeto duro en el terreno donde comen, se lo llevan invariablemente a la puerta de sus cuevas, ya se trate de una piedra, de un tallo de cardo o de un hueso. Me sería difícil explicar por qué lo hacen, dado que los referidos residuos quedan a la entrada de las cuevas y no podrían servirles de defensa, en manera alguna. Sin embargo, no dudo de que tal instinto les ha sido dado con alguna finalidad útil.


Hay unos búhos pequeños, de bonito aspecto, que son compañeros inseparables de las vizcachas, durante el día, y especialmente por la tarde, se les ve posados junto a las cuevas; si alguien se les acerca vuelan a corta distancia en dirección a una madriguera vecina. Tienen estos pájaros la facultad de volver la cabeza completamente, de manera que, si miran hacia atrás, el pico y la cola quedan en una misma línea: el cuello gira como sobre un eje y al parecer miran con la misma facilidad en cualquier dirección 28.


Los avestruces abundan mucho, pero son muy asustadizos y veloces; aliméntanse generalmente de hierbas, raíces y otros vegetales: se les atribuye una facultad maravillosa para digerir, que yo no he podido comprobar. La caza del avestruz es deporte muy difundido. Cuando se organiza una cacería, los participantes se disponen en un semicírculo que va cerrándose de más en más, en torno a los animales, hasta una distancia conveniente: entonces les arrojan las boleadoras a las patas haciéndolos caer por el suelo. Los movimientos del avestruz, al iniciar su carrera, son desmañados y torpes; parece que se sirviera de las alas como el hombre de los brazos en las carreras a pie. Dícese que prefiere correr contra el viento, pero no podría yo asegurarlo porque lo he visto siempre huir en distintas direcciones. Estas aves hacen un ruido silbante, de tono profundo que puede oírse desde cierta distancia y, cuando pichones, emiten un silbido largo y muy melancólico. El macho se distingue de la hembra por el tamaño de la cabeza y el color más oscuro. Durante los meses de primavera, el macho tiene bajo su cuidado cierto número de hembras –de cuatro a ocho– que debe defender a fuerza de coraje para que no se las roben sus rivales. Todas las hembras de una tropa depositan sus huevos en el mismo nido; el número de estos huevos suele oscilar entre veinte y cincuenta. Yo he encontrado hasta cuarenta y cinco, en una sola nidada. El macho se encarga principalmente de la incubación. En cuanto a esos huevos sueltos y abandonados que se encuentran con frecuencia en la pampa, me inclino a creer que son depositados por las hembras que no tienen todavía un nido fijo. Mientras se realiza la incubación, los avestruces dejan algunos huevos fuera del nido y los rompen al nacer los pichones, con objeto de atraer moscas, de las cuales se alimentan aquéllos durante los primeros días.


Por lo que hace a reptiles venenosos, me he informado suficientemente y creo que la provincia de Buenos Aires se halla, comparativamente, libre de ellos, por lo menos en la parte sur. Hay culebras, es verdad, pero de ordinario su mordedura produce solamente una inflamación muy aguda. La araña negra, por el contrario, es en extremo venenosa y su picadura puede ser fatal si no se pone el cuidado necesario. Es peligroso también el escuerzo, especie de sapo venenoso que, mordiendo, puede ocasionar la muerte si no se aplica un antídoto de inmediato. El bicho colorado es un diminuto insecto rojo, apenas visible, pero terriblemente molesto: se reproduce entre el pasto, durante el verano, y penetra en la piel de las personas irritándola y produciendo una inflamación muy desagradable. Las mujeres suelen ser víctimas de sus picaduras cuando caminan por el campo. Hay, además, otros insectos que producen diversas inflamaciones, pero sin mayores consecuencias.


En rigor, puede decirse que no existe motivo de alarma para el extranjero en cuanto a los animales venenosos que se encuentran aquí. Conozco un médico de larga práctica, por quien he sabido que, en los últimos siete años, no ha tenido un solo caso de peligro, por picaduras de insectos o reptiles, en esta provincia.