Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 9
 
 

El autor aludido públicamente. - Figura física, carácter y hábitos del general Rosas. - Una entrevista con él y con su hija Manuelita. - Arrieros y carreteros. - La villa de Luján y su iglesia. - Imagen de la virgen y consagración del templo. - La villa de Areco y el río Arrecifes. - Llanuras y cardos gigantes. - San Nicolás de los Arroyos. - Aversión de los nativos por las tareas fluviales. - Comercio y población. - Un vasto territorio inexplorado. - Destacamento militar. - La estancia del señor Armstrong. -Cultivo del lino. - Los soldados y sus mujeres. - Los fortines y los saqueos de los indios. - Rosario: su población e industria. - Molino primitivo. - El convento franciscano de San Lorenzo: la hospitalidad de los frailes. - Costumbres primitivas de una familia criolla. - Cortesías en un rancho. - Redecillas de tela de araña. - Insecto fosforescente. - Una llanura montuosa.



Volví a Buenos Aires, después de mi primer viaje, precisamente cuando el Lord Howden, embajador británico, había llegado de Inglaterra para ofrecer términos de avenencia con el gobierno 30. Infortunadamente su misión fracasó, y después de una corta residencia en Buenos Aires, se hizo a la vela para Río de Janeiro. A su partida, la opinión pública se hallaba muy agitada y se hacían conjeturas sobre las probables causas y consecuencias de esa actitud. En tales momentos, una sombra cualquiera se miraba como una realidad y de una cuestión insignificante se hacia una montaña. Ocurrió así que, en el debate de la Sala de Representantes, uno de los oradores habló de mi viaje como de una empresa organizada por el gobierno inglés para recoger informaciones que pudiera servir al Lord Howden. Este rumor, tan infundado como ridículo, me molestó mucho y me hizo temer por la suerte de mi proyectado viaje al norte, porque es de saber que el discurso del sabio representante, apareció en la Gaceta. En suma, vine a ser mirado como una especie de espía y en tales condiciones no consideré prudente aventurarme hasta las provincias lejanas.


Estaba a punto de abandonar mi acariciado proyecto, cuando el general Rosas, sabedor del trance en que me encontraba, me invitó a visitarlo en su quinta. Como esta inesperada deferencia me habría la posibilidad de proseguir mi viaje con seguridad, acepté muy complacido la invitación.


De entonces acá, la fortuna ha vuelto la espalda a Rosas, pero esto no es razón para que yo modifique las notas que entonces escribí sobre el hombre que ha gobernado por tanto tiempo como Dictador en la República Argentina. No tengo por qué acusar ni tampoco defender al general Rosas, pero desde que éste cayó del poder, siento la obligación de registrar las opiniones que entonces formé y he conservado hasta ahora, con toda conciencia, sobre su carácter y sus actos de gobernante.


Hago esto confiadamente, porque tengo la seguridad de que los hechos que están ahora ocurriendo en la República Argentina harán nueva luz sobre el gobierno de Rosas, a quien solamente pueden juzgar aquellos que conocen el país y el pueblo que gobernó 31.


Cuando me presenté de visita en su residencia, encontré reunidas, bajo las galerías y en los jardines, a muchas personas de ambos sexos que esperaban despachar sus asuntos. Para todo aquel que deseaba llegar hasta el general Rosas en carácter extraoficial, la hija del Dictador, doña Manuelita, era el intermediario obligado. Los asuntos personales de importancia, confiscaciones de bienes, destierros y hasta condenas a muerte, se ponían en sus manos como postrer esperanza de los caídos en desgracia. Por su excelente disposición y su influencia benigna para con su padre, Doña Manuelita era para Rosas, en cierto sentido, lo que la emperatriz Josefina fue para Napoleón.


En la casa del general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medievales. La comida se servía diariamente para todos los que quisieran participar de ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran bienvenidos. La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones (uno de ellos norteamericano), divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas. El general Rosas raramente concurría; cuando aparecía por allí, su presencia era señal de alegría y regocijo general. En esos momentos se mostraba despreocupado por las cuestiones de gobierno, pero no participaba de la mesa porque hacía una sola comida diaria. La vida de Rosas era de interrumpida labor: personalmente despachaba las cuestiones de Estado más nimias y no dejaba ningún asunto a la resolución de los demás si podía resolverlo por sí mismo. Pasaba, de ordinario, las noches sentado a su mesa de trabajo; a la madrugada hacía una ligera refacción y se retiraba a descansar. Me dijo una vez doña Manuelita que sus preocupaciones más amargas, provenían del temor de que su padre se acortara la vida por su extremosa contracción a los negocios públicos.


Desciende el general Rosas de una antigua familia española; su padre era coronel de ejército y él mismo desde temprana edad se sintió inclinado a la milicia. Su natural chocarrero e inclinado a las bromas pesadas y chascos, contribuyó a darle popularidad entre la soldadesca y su influencia personal sobre las milicias se hizo entonces muy considerable, aunque no era más que un subalterno. Como hacendado supo ganarse las voluntades del paisanaje y aventajaba a todos los gauchos en alardes de prontitud y destreza, en domar potros salvajes y en tirar el lazo, acreditándose también como un excelente administrador de estancias. Durante toda su carrera se hizo notar siempre por sus cualidades de administrador y su arte especial para captarse las simpatías de los que lo rodeaban, hasta obtener su confianza, así como la segura obediencia de todos aquellos que servían bajo sus órdenes.


Mi primera entrevista con el general Rosas tuvo lugar en una de las avenidas de su parque, donde, a la sombra de los sauces, discurrimos por algunas horas. Al anochecer me llevo bajo un emparrado y allí volvió sobre el interminable tema político. Vestía en esta ocasión una chaqueta de marino, pantalones azules y gorra; llevaba en la mano una larga vara torcida. Su rostro hermoso y rosado, su aspecto macizo (es de temperamento sanguíneo), le daban el aspecto de un gentilhombre de la campaña inglesa. Tiene cinco pies y tres pulgadas de estatura y cincuenta y nueve años de edad. Refiriéndose al lema que llevan todos los ciudadanos: «¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios!», me dijo que lo había adoptado contra el parecer de los hombres de alta posición social pero que en momentos de excitación popular había servido para economizar muchas vidas; que era un testimonio de confraternidad, y como para afirmarlo, me dio un violento abrazo. La palabra «mueran» expresaba el deseo de que los unitarios fueron destruidos como partido político de oposición al gobierno. Era verdad que muchos unitarios habían sido ejecutados, pero solamente porque veinte gotas de sangre, derramadas a tiempo, evitaban el derramamiento de veinte mil. No deseaba, dijo, ser considerado un santo, ni tampoco que se hablara mal de él, ni buscaba ninguna clase de alabanzas.


Aludiendo a mis propósitos de viajar a través de las provincias y juzgar por mí mismo del estado del país, expresó que, todo lo que él deseaba y lo que deseaba el país entero, era que se hablara con positiva verdad, no era él hombre de secretos, hablada a la faz del mundo, y aquí se irguió con orgullo, echó la gorra hacia atrás y levantó la frente como diciendo: «Yo desafío al mundo todo»...


Volviendo a la intervención del Lord Howden, Rosas se mostró asombrado de que Inglaterra hubiera olvidado a tal punto su propio interés para darse la mano con Francia en una cruzada contra la República Argentina, enajenándose las simpatías del pueblo, que siempre fueron mayores por los ingleses que por los franceses. Me hizo presente que el reconocimiento de la independencia de la República por la Gran Bretaña, quince años antes de que lo hiciera Francia, había despertado en el pueblo argentino sentimientos de gratitud hacia Inglaterra, y observó que el carácter de los ingleses era más abierto y sus costumbres más morales que las de los franceses. Luego se extendió sobre las ventajas que ofrecía el país para la emigración de todo el excedente de población de Gran Bretaña, y habló de la inmejorable situación en que colocaba a los emigrantes el tratado de 1825, por el cual, en realidad, gozaban de mayores ventajas que los nativos.


Al referirse a la Misión de Mr. Hood, advirtió que el gabinete de Londres decía «no abrigar ningún interés ni propósito egoísta», no obstante lo cual los franceses habían omitido la palabra «egoísta» y él consideraba esto muy significativo porque Francia tenía designios ulteriores en favor de ciertos miembros de su real familia, con relación a estos países. Todo lo que estas repúblicas necesitan –prosiguió– es intercambio comercial con alguna nación fuerte y poderosa, como Gran Bretaña, que, en recompensa de los beneficios comerciales, podría beneficiarlos con su influencia moral. Sólo esto querían, y nada más. No deseaban nada que oliera a protectorado, ni afectara en lo más mínimo su libertad e independencia nacional, de las que eran muy celosas y no renunciarían un solo átomo. Este sentimiento lo exteriorizó vigorosamente en su lenguaje y ademanes. Al terminar la frase apretó el dedo pulgar de la mano derecha contra el dedo indice, como si tomara un pelo entre las uñas, y como diciendo: «No, ni tanto como esto».


Como siguiéramos caminando por el parque, levanté la vista y observó las refacciones de albañilería que se hacían ante nosotros. Alguien podría preguntar –me dijo– porqué se edificó esta casa en estos lugares. él la había edificado con el propósito de vencer dos grandes obstáculos; ese edificio empezó a construirse durante el bloqueo francés: como el pueblo se encontraba en gran agitación, había querido calmar los ánimos con una demostración de confianza en un porvenir seguro. Erigiendo su casa en un sitio poco favorable, quería también dar a sus conciudadanos un ejemplo de lo que podía hacerse cuando se trataba de vencer obstáculos y se tenía la voluntad de vencerlos.


Había notado mi desconfianza en punto a la seguridad personal de que podría gozar en mi proyectado viaje al norte; reconoció que era muy natural, puesto que me aprestaba a visitar regiones que los ingleses habían asolado y donde sin duda existiría alguna indignación contra los extranjeros, pero me dio la seguridad de que ninguno de ellos sería insultado ni molestado, porque el gobierno había impartido órdenes estrictas a ese respecto. Refiriéndose a los representantes que miraron con desconfianza mis investigaciones, me dijo que él, en cierto sentido, se alegraba de lo ocurrido porque eso probaba que los miembros de la Sala tenían el coraje de decir lo que pensaban, siempre que no hicieran ataques de carácter personal. Se extendió en largos comentarios a este propósito refiriéndolo a las especies corrientes de que no había libertad de palabra en la Sala de Representantes. Y por otra parte –agregó riendo–, si uno o dos diputados han hablado contra usted y los demás no lo han hecho, quiere decir que usted tiene mayoría en su favor.


Si, con todo, yo me encontraba decidido a dar un galope a través del país, de unas mil o dos mil millas –lo cual, ni me lo aconsejaba ni me lo desaconsejaba– me ofrecía todas las facilidades que yo quisiera y con ello cumplía un acto de justicia corriente, porque había dado facilidades semejantes a otros individuos.


El trato del general Rosas era tan llano y familiar, que muy luego el visitante se sentía enteramente cómodo frente a él; la facilidad y tacto con que trataba los diversos asuntos, ganaban insensiblemente la confianza de su interlocutor. El extranjero más prevenido, después de apartarse de su presencia, sentía que las maneras de ese hombre eran espontáneas y agradables. Me relató varios episodios de su vida juvenil; me dijo que su educación había costado a sus padres unos cien pesos, porque solamente fue a la escuela por espacio de un año. Su maestro solía decirle: –Don Juan, usted no debe hacerse mala sangre por cosas de libros; aprenda a escribir con buena letra, su vida va a pasar en una estancia, no se preocupe mucho por aprender.


La hija de Rosas, que posee grandes atractivos, dispone de muchos recursos para cautivar a sus visitantes y ganar su confianza.


En una de mis visitas a la casa, como su padre se encontraba ocupado, montó en seguida a caballo, y juntos nos echamos a galopar a través del bosque. Es una excelente amazona y me dejaba atrás con tanta frecuencia, que hasta se me hacía imposible espantarle los mosquitos del cuello y brazos, como me lo ordenaba la cortesanía. Ya anochecido, se nos reunió Rosas y continuó hablando de política hasta la media noche. Mientras nos paseábamos por los corredores del patio, doña Manuelita vino corriendo hacia su padre y rodeándole el cuello con sus brazos, lo reconvino cariñosamente por haberla dejado sola y por quedarse hasta esas horas en el frío de la noche. Llamaron entonces a un empleado de la casa para que me hiciera compañía hasta la ciudad, y antes de que yo montara a caballo, doña Manuelita corrió a buscar una capa de su padre insistiendo luego en que me la pusiera para abrigarme, porque amenazaba un viento pampero.


Consigno ahora estos rasgos de carácter con mucha complacencia –y sin darles más importancia de la que tienen– en la esperanza de que puedan contribuir a disipar en algo la espesa nube de prejuicios que oscurece la reputación del general Rosas y de su hija, en la adversidad.


Asegurado así contra cualquier injuria o molestia de que hubiera podido ser víctima, hice mis preparativos para el viaje al norte. Esta vez no me ocupé de procurarme una tropilla de caballos y preferí servirme de las postas, donde proporcionan caballos y postillones. El postillón es un guía montado que se encarga de las cabalgaduras y de la conducción del equipaje de los viajeros.


Una vez que salimos de Buenos Aires, por el camino del norte (iba yo acompañado por mi amigo Mr. William Barton), pasamos por entre campos abiertos, sembrados de maíz y trigo 32. Las yuntas de bueyes que con frecuencia encontrábamos arando la tierra, los ganados y los rebaños de ovejas que se presentaban a nuestra vista comiendo entre abundantes pastizales, ofrecían una demostración muy halagüeña de la industria pastoril y agrícola en esta región. Las praderas semejaban tapices ricamente bordados: flores estivales de infinita variedad pintaban el campo con los más variados colores y perfumaban el aire.


Pero, muy luego, en contraste con ese cuadro, se ofreció ante nosotros una vasta extensión cubierta de plantas de nabo y cardos gigantes.


Poco tardamos en llegar al pueblito de Morón, que tiene una pequeña iglesia; a eso de mediodía nos detuvimos en la casa de la posta. Allí nos ofrecieron, como único almuerzo, huevos duros y algunos tragos de agua.


Por la tarde –habiendo reanudado el camino–, dejamos atrás una arria de mulas que marchaba de regreso a su provincia, distante seiscientas millas. Es costumbre entre los arrieros, llegada la noche, descargar las bestias y con la misma carga formar un ancho circulo dentro del cual pastan en libertad los animales. Encienden un gran fuego, sobre el que asan la carne, y duermen alrededor del fogón. Apenas habíamos pasado esta arria de mulas cuando encontramos un convoy de carretas de bueyes que se había detenido para hacer noche; uno de los carreteros estaba degollando un animal para la cena, mientras los otros desuncían los bueyes y los dejaban comer libremente.


Poco después de entrado el sol, llegamos a la villa de Luján. En la mañana siguiente visité la iglesia. El párroco estaba celebrando la misa, y asistían algunas mujeres, arrieros y carreteros. En esta iglesia se guarda la venerada imagen, sobre la que se cuenta la siguiente tradición: Llevaban en cierta oportunidad, de Buenos Aires a Chile, por el camino a través del país, dos imágenes en talla de la virgen, cuando, de pronto, el carro donde viajaba una de ellas, empezó a encontrar obstáculos en el camino y al fin se rompió en las proximidades del río Luján. Este accidente fue considerado milagroso, creyéndose que la virgen se rehusaba a cruzar la corriente. Entonces resolvieron erigir una iglesia en las márgenes del arroyo. Más tarde se levantó un magnífico edificio, consagrado a la misma devoción, que costó setenta mil pesos plata y empezaron a llegar las ofrendas, procedentes de todo el país. Estas ofrendas consisten en objetos de oro y plata, y simulan brazos, manos y otros miembros, emblemas de los beneficios que los creyentes han creído alcanzar con sus votos. La imagen se encuentra en el centro del altar mayor, mirando hacia la nave de la iglesia, pero cuando se trata de presentarle una ofrenda, el sacerdote la hace girar hacia el camarín. Llaman así a una capillita colocada tras del altar, donde la virgen puede ver a los donantes y sus ofrendas. Los ex-votos de las gentes pobres consisten generalmente en cirios que se encienden en honor de la imagen. Además, cuarenta a cincuenta capellanías están vinculadas al santuario y los ingresos provenientes de donaciones pías, superan a los de la Catedral de Buenos Aires.


Después del almuerzo montamos a caballo, y, habiendo cruzado un rústico puente de madera tendido sobre el río, echamos a andar campo afuera. Por la tarde nuestro postillón que, según pudimos luego comprobarlo, ignoraba la verdadera ruta, se detuvo ante una casa de agradable aspecto, diciéndonos que habíamos llegado a la posta. Los dueños de casa nos sacaron del error, haciéndonos ver que estábamos equivocados, pero al mismo tiempo nos invitaron bondadosamente a desmontar y a participar de un asado. El patrón nos ofreció también caballos de refresco; se mostró muy orgulloso de sus cabalgaduras y para probarnos su buena condición ordenó al menor de sus hijos que viniera con nosotros como guía, conduciéndonos a buen paso. Fiel a sus instrucciones, el pequeño nos acompañó precediendo la marcha con tanta rapidez como si fuéramos en una partida de caza. Así atravesamos praderas de muy buenos pastos y espesos cardales donde pacían tropas de ganado y rebaños de ovejas. En esta forma llegamos al pueblo de Areco, distante siete leguas, haciendo el recorrido en menos de una hora y media.


Areco es un villorrio en decadencia, que tiene también una iglesia. El número de casas abandonadas y de cercos derruidos, demuestra que ha sido en otro tiempo una población próspera. Aquí estuvieron como prisioneros, el general Beresford y los oficiales de su estado mayor.


Después que salimos del pueblo, cruzamos el río, que es vadeable en esta época del año. En otras estaciones, los viajeros deben pasarlo sobre una balsa, haciendo nadar a los caballos. A mediodía nos acercamos a la casa de una familia acomodada y laboriosa. El propietario nos invitó a comer y a dormir la siesta, instándonos para que retardáramos la partida hasta la entrada del sol. En estas regiones, durante los meses de verano y en las horas cálidas del día, todo el mundo tiene el hábito de dormir la siesta. Nosotros aceptamos complacidos la invitación, y bien repuestos después de la abundante comida y el buen sueño, proseguimos nuestro viaje con el aire agradable del anochecer.


A la sobretarde, cruzamos en balsa el río Arrecifes, con los caballos a nado. Este río es correntoso y profundo, pero estrecho, y dada la naturaleza de sus orillas, podría construirse sobre él un buen puente de madera, con poco gasto.


Al día siguiente, por la noche, entramos en la ciudad de San Nicolás. Pasamos antes por el campamento del general Mansilla, en las afueras del pueblo 33.


Puesto a considerar sobre estos primeros cuatro días de nuestro viaje, hallé que las primeras jornadas me habían sido muy gratas. Las tierras cultivadas, la general laboriosidad que se advertía, daban al paisaje un aspecto sonriente. Hacia la derecha, y por el lado del río Paraná, los campos aparecían altos y ondulados, pero a la izquierda se extendían llanuras infinitas y monótonas.


Nosotros nos habíamos apartado del camino real, desde Luján, y, durante tres días, con muy pocos intervalos, marchamos por entre llanuras cubiertas de cardos enormes, algunos hasta de ocho pies de altura. Por momentos se hace muy difícil avanzar entre los cardales: las sendas son tan estrechas, que apenas permiten pasar a un solo caballo. Estas hierbas gigantes, molestan tanto al caballo como al viajero. Las gentes pobres se defienden las piernas por lo general con un cuero de oveja suspendido a la cabecera del recado. Viajeros más experimentados y de más recursos, usan al efecto unas defensas de cuero curtido. Yo carecía de una y otra cosa y me vi obligado a sufrir muchas molestias. Existen tres variedades de cardos y cada una de ellas indica alguna particularidad del suelo. A veces, y a la distancia, estos cardales dan al terreno el aspecto de un extenso trigal verde, otras veces toman el color de un sembrado de maíz, cuando está maduro.


El suelo, en esta parte, es mucho más ondulado que en el sur, pero asciende en forma tan suave e imperceptible y la superficie es tan vasta y uniforme, que no puede apreciarse nada que merezca el nombre de colina. Con todo, habíamos subido a unos mil pies, desde que dejamos la última llanura hasta que volvimos a bajar al mismo nivel. árboles no habíamos visto, a excepción de algún ombú solitario y pequeños montecillos artificiales.


Esta parte del país es también, por otros motivos, superior a las regiones del sur y está mucho mejor regada. La población, igualmente, es más numerosa. Tal circunstancia se debe a que, en los tiempos del descubrimiento, el Paraguay fue centro principal de la conquista y los españoles se desparramaron por estos rumbos, fundando ciudades y erigiendo iglesias. No lejos de la ruta que seguíamos, se encuentra el paraje de Obligado, donde, con motivo del reciente bloqueo, las escuadras de Francia e Inglaterra atacaron las baterías y brulotes del gobierno argentino, en su propósito de forzar el paso y remontar el río hasta Corrientes. A pesar de que en este combate –generalmente mal juzgado– perdieron la vida cientos de ciudadanos nativos, a nosotros se nos recibió con la mayor deferencia.


San Nicolás de los Arroyos dista sesenta y cinco leguas de Buenos Aires y es la ciudad más importante de la provincia, si exceptuamos la capital. Se halla situada en condiciones muy favorables para el comercio; es probable que en tiempos no lejanos posea un tráfico floreciente. Las calles se cruzan en ángulo recto, hay aceras embaldosadas y faroles para el alumbrado público. Las casas son de azotea y de un solo piso. La iglesia está en la plaza y frente a la puerta principal se levanta una gran cruz de madera. Junto a la iglesia está el cuartel; guardan su entrada dos piezas de artillería. El gobierno de la ciudad está bien organizado; existen dos escuelas de varones y varias otras para niñas. Como residentes extranjeros, hay varios italianos y algunos pocos vascos. En la ciudad no hay fondas para viajeros, pero nuestro postillón, después de algunas averiguaciones, nos condujo a una casa de familia donde se nos trató con toda urbanidad y benevolencia. Vimos solamente dos casas de comercio al por mayor. El intercambio con Buenos Aires se hace por vía fluvial o por carretas de bueyes. Los barcos de comercio pertenecen a súbditos italianos, porque los naturales del país se muestran poco inclinados a las tareas fluviales, al punto de que no hay matrícula de barcos en la ciudad. Vimos en el puerto unos pocos lanchones que se utilizan para traer leña de las islas vecinas y dos pequeñas goletas que, atracadas a la orilla, descargaban mercaderías de Montevideo; casi todos eran artículos ingleses, procedentes de Leed y Manchester.


La ciudad cubre una extensión considerable de terreno, cuya mitad, aproximadamente, ha sido destinada a huertas de frutales muy bien abastecidas. En los suburbios abundan las arboledas de sombra muy grata. La población se estima en ocho mil habitantes; la mayoría de ellos parece vivir al aire libre. Por donde quiera, se ven mujeres y niños que van de un lado a otro, o descansan a la sombra de los emparrados y las higueras. La ciudad está lindamente situada sobre una barranca del Paraná y el panorama, en dirección a la provincia de Entre Ríos, es amplio y hermoso.


La frontera más próxima con los indios, dista unas veinte leguas. Más allá se extiende un vasto e inexplorado territorio, dominado por los salvajes, pero las aldeas y tolderías de estos últimos se hallan tan lejos, que son apenas conocidas de los blancos. Toda esta extensión de suelo fértil, podría, en poco tiempo, explotarse con provecho, con sólo aumentar la población, asegurando la navegación del Paraná. Hace cosa de dos años una horda de indios, muy numerosa, invadió los campos de pastoreo de la región llevándose una gran cantidad de ganado vacuno y caballar. Con ese motivo se organizó una fuerza de setecientos hombres que se ha distribuido en varios destacamentos para contener las incursiones de los salvajes.


En San Nicolás, tuvimos la suerte de encontrar al señor don álvaro de Alzogaray, a quien habíamos conocido en casa del general Rosas y que nos suministró valiosos datos sobre la región y relativos al viaje que realizábamos. El señor Alzogaray iba de camino para unirse al general Mansilla, en Santa Fe.


El día 29 de noviembre, muy de mañana, salimos de San Nicolás y no tardamos mucho en cruzar el Arroyo del Medio, entrando en la provincia de Santa Fe. Después de un rudo galope de diez leguas, nos detuvimos ante un destacamento militar. Los hombres dormían la siesta, tendidos a la sombra de un ombú; uno de ellos, que pareció ser el jefe, nos invitó a bajar del caballo. En cinco minutos hicieron fuego con unas ramitas y calentaron agua, invitándonos con mate. Habíamos tomado asiento sobre unas cabezas de vaca.


Algunos ranchos del destacamento no pasaban de simples refugios y parecían destinados al recato de las mujeres. Los hombres dormían al aire libre. Don Pedro se manifestó descontento de su caballo y del postillón, porque éste no conocía bien el camino; entonces insistieron en darnos cabalgaduras de refresco y un guía para conducirnos hasta la estancia de don Tomás Armstrong, vecino de Buenos Aires. Habiendo aceptado el ofrecimiento, llegamos a nuestro destino en menos de una hora,


La casa estaba ocupada por don Prudencio Arnold, hijo de un norteamericano, y comandante del distrito, quien nos recibió en forma muy hospitalaria. Esta propiedad es conocida por «La estancia inglesa» y considerada como una de las mejores de la provincia, aunque, debido a las guerras, se encontraba entonces muy desmantelada y desprovista. Se compone de sesenta mil acres ingleses; el suelo es extremadamente fértil, tiene buenas aguadas en todas las estaciones y puede decirse que cada pulgada de terreno es apta para el arado y la siembra. El lino se cultiva, pero únicamente para obtener la semilla, con fines medicinales. La gente no parece advertir el valor de la fibra y toda ella se pierde. El campo, en esos contornos, es acentuadamente ondulado, pero, aunque la casa en que nos hallábamos estaba en lo más alto de una loma, el panorama, en derredor, aparecía triste y monótono. Recorriendo con la vista el horizonte, nada se advertía que indicara la industria ni la presencia del hombre: ni árboles ni ganados; una o dos miserables casuchas era todo lo que se veía.


Aprovechando el fresco del atardecer, me encaminé a un sitio cercano, donde los soldados domaban caballos. Ya en otro lugar he dicho cómo se desempeña esta faena. Los ejércitos cuando acampan, en este país, se ven obligados a ocupar una extensión enorme de terreno para pastoreo, porque se sobreentiende siempre que cada soldado lleva consigo por lo menos tres caballos. Los ranchos destinados a la tropa se levantan sin mayores dificultades ni trabajos, con extrema rapidez, porque no son sino una armazón de estacas y cañas rellenada con barro y techada con paja. No tienen otro objeto que el de servir de refugio durante la noche, porque todas las labores del campamento se cumplen al aire libre. Las mujeres andaban todas, en aquella sazón, ocupadas en preparar la comida para sus compañeros; para trasvasar el agua, en sus tareas, se servían de astas de buey.


Es costumbre que cada soldado lleve consigo una compañera durante la campaña. Esta mujer recibe, de ordinario, ración especial. Puede imaginarse el rebullicio y alboroto de las mujeres y niños cuando en un pueblo se encuentra un ejército, listo para emprender la marcha.


Las autoridades alegan que esta licencia se hace necesaria para mantener el orden y la integridad del ejército; el soldado se siente así, menos inclinado a la deserción, teniendo una mujer que le haga la cocina, lave sus ropas y remiende sus vestidos. En los grandes campamentos, se producen diariamente escenas jocosas: no es raro ver un soldado acercándose con gestos embarazados a un oficial para exponerle la imposibilidad de continuar con su actual compañera, a la que acusa de tales culpas o defectos; esto cuando no se adelanta primero la mujer, para interponer las quejas que tiene contra su amigo. El oficial, convencido de que no pueden seguir juntos, consiente en la separación y ambos quedan en libertad para buscarse mejor compañía. De tal suerte, la separación adquiere cierta formalidad y hasta resulta más respetable y decorosa. Pero, en otros casos, se sigue un camino más expeditivo y los hombres raptan, por así decirlo, a las mujeres... previo acuerdo con ellas.


Ya entrado el sol, llegó a la estancia una partida de soldados que venía desde un destacamento en la frontera con los indios, donde habían andado de recorrida y exploración. El sargento entró a la pieza en que nos hallábamos y dio sus partes al comandante. Así pudimos saber que había estado ausente durante ocho días sin encontrar rastros del enemigo.


Estas partidas no gozan de ración especial: se sustentan de gamas, armadillos y perdices que los mismos soldados cazan; duermen al aire libre, con el recado por almohada, y siempre andan en caballos ligeros porque están obligados a dar cuenta, con toda rapidez, de cualquier peligro. Hace cosa de dos años, una horda de indios en retirada, cayó sobre un convoy de mercaderías procedente de Mendoza: le arrebató doscientos bueyes, cuarenta y ocho mulas, setenta caballos, y robó a dos comerciantes, ochocientos doblones, (2.500 libras esterlinas).


Al día siguiente, nos proporcionaron caballos y partimos para Rosario. En el camino atravesamos campos de buenos pastos pero escasos de ganado y por algunos momentos anduvimos entretenidos en la contemplación de esa ilusión óptica llamada miraje. Ya cerca de Rosario pasamos junto a una extensión de trigo, muy en sazón y lista para la hoz. Observamos también algunas personas que se ocupaban en remover la tierra, haciendo un plantío de melones.


Entramos a la ciudad en horas de la siesta. Las casas y tiendas estaban, naturalmente, cerradas; sólo por azar se veía alguna persona en las calles. Rosario se halla situada sobre una barranca del río Paraná; la vista que ofrece, por el lado del río, se parece mucho a la de San Nicolás, aunque desde esta última ciudad, el panorama es más extenso y variado. La población será de unos cuatro mil habitantes. En la plaza se alza la iglesia, edificio moderno con el que se ha pretendido –según parece– imitar el templo inglés de Buenos Aires, aunque el estilo griego de este último resulta bastardeado por la adición de una torre y campanario en cada uno de los ángulos del frontón. Hay en Rosario dos escuelas, una de varones y otra de niñas. Las mujeres son muy industriosas: hilan lana de muy buena calidad y la tiñen con bonitos colores mediante hierbas y raíces recogidas en los campos y en las islas del Paraná. Con el hilo así teñido, elaboran tejidos muy firmes y sólidos que sirven para fabricar ponchos. El poncho más fino cuesta, por lo general, una suma equivalente a diez libras esterlinas.


En el puerto estaban atracadas tres goletas descargando mercaderías de Montevideo y recogiendo carga para el mismo destino. Una tropa de mulas destinada a conducir mercancías para las provincias del norte, pastaba en los alrededores; también se cargaba un convoy de carretas con destino a Córdoba.


Muchas mujeres lavaban lana en la orilla del río. Este trabajo les representa unos diez peniques diarios. Un grupo de hombres se ocupaba en moler trigo al aire libre con una maquinaria, rústica en extremo: las muelas tenían unos dos pies de diámetro, la coronaria era de dientes muy irregulares y sus maderos estaban asegurados con grandes clavos y fajas de cuero. Una yunta de caballos, galopando a velocidad de unas siete millas por hora, hacía girar la rueda. Un tabique de cuero protegía la harina, del viento y del polvo.


Rosario es el principal emporio de comercio en la provincia de Santa Fe y el puerto por donde las provincias de Córdoba, Mendoza, San Luis y algunas otras realizan necesariamente su comercio exterior. Una vez que los vapores puedan remontar el río Paraná, llegando hasta el Paraguay, todo el intercambio comercial de las provincias del norte se efectuará por este puerto. La situación favorable de Rosario, así como la inmensa extensión de suelo fértil, accesible a sus habitantes, harán siempre de esta ciudad un centro próspero, propicio a la industria y laboriosidad de sus habitantes. Después de Montevideo, Rosario está destinado a ser el Puerto más importante de esta parte de América. Cuando llegue el tiempo de que las empresas y los capitalistas del país se dispongan a construir ferrocarriles, su primer acto será sin duda trazar una línea desde esta ciudad hasta Río Cuarto, con ramales a San Luis y Córdoba 34.


Los únicos extranjeros que existen por ahora, son unos pocos italianos –menestrales y dueños de pulperías– y un solo alemán. No he encontrado ningún súbdito británico. La hospitalidad que nos prestó don Antonio Berdier y las informaciones que me facilitó, hicieron muy agradable nuestra permanencia en la ciudad.


Siguiendo nuestro camino, después de galopar unas tres leguas, llegamos al Convento franciscano de San Lorenzo y nos apeamos a la verja exterior del edificio. Fuimos invitados a entrar en la cocina. El cocinero y sus ayudantes preparaban la comida de las doce, para los religiosos. Vi que salían con una fuente, sobre la que llevaban nueve o diez platos; supuse que ese sería el número de frailes en la comunidad. La cocina tiene una gran chimenea como las que se encuentran en los términos rurales de Irlanda. Sobre el fogón, cuadrado y de ladrillo, abundaban las ollas y cacerolas. No tardó en aparecer el guardián, anciano venerable de cabellos blancos, que nos preguntó quiénes éramos y adónde íbamos, agregando otras cuestiones de carácter familiar. Le dijimos que viajábamos para Santa Fe y le solicitamos permiso para dormir la siesta y pasar en el convento las horas fuertes de calor. Amablemente nos trató como bienvenidos, llamando a uno de los hermanos para que nos facilitara todo lo necesario. Fuimos conducidos al refectorio, donde nos sirvieron muy buena comida, acompañada de abundante vino de España. El refectorio era una larga sala abovedada, de ambiente penumbroso. Más o menos en mitad de la sala, había un púlpito 35 bastante alto, empotrado en el muro. A cada lado, y en toda su longitud, se extendían dos hileras de mesas con capacidad para unas ciento cincuenta personas. En las paredes de los extremos se veían pinturas de santos, y escenas bíblicas. El buen fraile, de modales francos y agradables, nos atendió personalmente durante la comida. Cuando terminamos, otro miembro de la comunidad nos llevó por un largo corredor que da sobre un patio cuadrangular plantado de frutales. Los claustros con las celdas de los monjes, forman dos alas del patio. En una de esas celdas nos dieron alojamiento. Las camas tenían colchones y sábanas limpias sobre las que dormimos una agradable siesta. Después de un buen sueño, el mismo fraile vino a buscarnos y nos invitó con cigarros y mate. Luego nos hizo visitar la iglesia, edificio sencillo, de buena construcción, con cúpula y linterna.


Este convento se levanta junto al río Paraná y la comunidad puede proveerse de pescado en abundancia. También los gallineros están bien abastecidos de aves de corral, de suerte que no escasean las provisiones para la despensa. Nos dijeron que el convento había sido fundado unos cincuenta años atrás, pero debido a las guerras y a la falta de simpatías entre la masa del pueblo, poco era lo que había prosperado. Los muros y cercos exteriores se hallaban en estado ruinoso. Los miembros de la comunidad –a excepción de uno solo– eran todos españoles.


Hicimos el acostumbrado donativo al convento, retribuyendo la cordial hospitalidad de los frailes y nos marchamos bien impresionados con la obsequiosa recepción. En las vecindades se levantaban unos cuarenta o cincuenta ranchos.


Antes de entrar el sol, estábamos en la estancia del coronel Santa Coloma, donde nos detuvimos para pasar la noche. Muy de mañana continuamos la marcha porque nos esperaba una jornada de veinte leguas. El paisaje, por la parte del río, se hizo al principio más animado; aparecían montes espesos de árboles más altos, pero según avanzábamos, la llanura daba la impresión de un terreno en que hubieran plantado, de trecho en trecho, arbustos de espino blanco.


A eso de medio día, hicimos alto para mudar caballos en una casa de posta. La familia del propietario parecía conservar los hábitos de los primeros pobladores, todos sus miembros se hallaban sentados bajo los árboles y una mujer joven hilaba lana en la rueca. Uno de los muchachos fue a sacar agua del pozo con dos grandes astas de buey; otro nos invitó a beber en un jarro de plata. Los hombres usaban monedas del mismo metal para ajustar sus ropas, como si fueran botones de latón; observé que algunos llevaban en esa forma, hasta doce monedas. Poco antes de entrarse el sol, llegamos a la posta siguiente donde habíamos resuelto pasar la noche. Una mujer anciana consintió en darnos alojamiento y lo hizo con graciosa cortesía, como si fuera la dueña de un palacio. Estaba esta mujer sentada bajo una ramadita, junto a su rancho, que sombreaban unos ombúes. El lugar era el más apropiado para una ermita, escondido entre los árboles y a orillas de un río. El mismo Diógenes no hubiera deseado para sí, retiro más natural y agreste. Pude allí darme el gusto de tomar un baño y hacer mi «toilette», en un abrevadero de madera donde bebían las gallinas. Sólo un caminante puede apreciar todo el placer que significa mudarse de ropas después de haber cabalgado veinte leguas bajo un sol abrasador. Levante los ojos hacia el cielo azul y advertí una inmensa tela, tejida por las arañas, formando una especie de baldaquín y tendida en mucha distancia desde la cima de un árbol a otra. Las mujeres hacen con esas telas una especie de hilo sedoso, del que tejen redecillas para la cabeza.


Mientras nos hallábamos sentados, durante la cena, una culebra pequeña pasó por sobre el pie de uno de los muchachos. Este, de inmediato, dio la voz de alarma, pero el bicho había desaparecido. Luego atrajo mi atención una luz fosforescente que veía brillar sobre el pecho de un jovencito; procedía de un insecto alado, largo de casi una pulgada y de cierto espesor, que emite de sus ojos una luz muy fuerte.


Después de la cena buscamos un sitio para dormir, bajo los árboles. Don Pedro 36 se arregló entre las raíces del ombú, yo me tendí del lado opuesto, y una muchacha, nuestra simpática y alegre cocinera, no tardó en acostarse y dormirse profundamente, bajo la misma sombra propicia. Un viejo que allí estaba y los muchachos, se acostaron a cierta distancia; creo que la mujer más anciana fue la única que se recogió en el rancho.


Al día siguiente muy de mañana, fuimos despertados por la bullanguería de unos loros que gritaban en los árboles cercanos. Pocos momentos más tarde, ya estábamos en el camino de Santa Fe. Marchamos por una llanura montuosa, donde crecen diversas variedades de árboles; muchos de ellos estaban florecidos; en su mayoría eran pequeños y achaparrados. Algunos troncos tenían apenas quince pulgadas de diámetro, pero la forma y calidad de su madera es apropiada para la construcción de Barcos pequeños. Las autoridades otorgan permisos para cortar la madera, ya se la destine a la industria local o a la exportación.


El viaje, desde Rosario, había transcurrido por una llanura despoblada; al acercarnos a Santa Fe, la escena se hizo más agradable, no sólo por la mayor población sino especialmente por el aspecto del nuevo paisaje rural que nos circundaba.


Dimos un último y agradable galope de cuatro leguas, y entramos en la ciudad.