El panorama político y militar que se presentaba en los albores del año 1816 en Río de la Plata, distaba mucho de ser optimista para obtener la independecia, que era la causa de los pueblos que se disponían a enviar sus diputados al Congreso convocado en San Miguel del Tucumán. De hecho la situación se encontraba extremadamente compleja tanto en los frentes externos como en el mismo interior del territorio.
En España el rey borbón, Fernando VII, reinstalado en su cargo, gobernaba de forma absolutista, a pesar de la creciente oposición a esa forma extrema de ejercicio del poder real, por parte de distintos sectores jerárquicos que deseaban ajustarlo en los moldes de una constitución.
El monarca, lejos de admitir las explicaciones que quisieron darle los comisionados americanos que acudieron a Madrid, sobre las razones de los movimientos revolucionarios producidos en su ausencia, en cuanto regresó de Francia, tomó la decisión de someter a sus dominios de ultramar por la fuerza de los armas.
Contaba para ello con el respaldo de la Santa Alianza, liga política nacida en el seno del Congreso de Viena (1814-1815) con el objetivo de defender y difundir las monarquías absolutas. Poco trabajo le costó al rey español acusar ante aquella a los americanos de estar imbuidos de “republicanismo”.
Algunos hombres del Río de la Plata habían creído hallaren Inglaterra una poderosa aliada a la causa de la independencia americana, pero ignoraban que Gran Bretaña había firmado un tratado con España por el que se comprometía a no ayudar a los “rebeldes americanos” a cambio de concesiones comerciales por parte de Fernando VII.
En el Río de la Plata el movimiento revolucionario iniciado el 25 de mayo de 1810 se mantenía vivo, pero sus ejércitos habían sido vencidos repetidas veces en el Alto Perú, especialmente la derrota del Sipe-Sipe, había descalabrado las fuerzas patriotas, dejando expuesto el frente noroeste del territorio a las fuerzas realistas.
También representaban otro peligro las luchas internas, que ensombrecían el panorama: el centralismo de Buenos Aires había aumentado, y se había agravado el recelo de las provincias hacia la ciudad capital. Si el surgimiento del “movimiento federal” había hecho nacer algunas esperanzas en las provincias, el Estatuto que dictado en 1815 por encargo del Cabildo de Buenos Aires -de contenido centralista- fue a echar por tierra sus aspiraciones autonómicas, ganandose el rechazo inmediato, y con suma indignación, de las provincias.
La situación más grave se había planteado con José Gervasio Artigas, al desconocer el Congreso convocado en Tucumán, pues fue seguido por las provincias que respondían a su influencia: Banda Oriental, Entre Ríos, Santa fe y Corrientes; que no enviaron sus diputados a dicho Congreso, menoscabando la convocatoria. El enojo del caudillo se debía a la indiferencia mostrada por el gobierno de Buenos Aires ante la ocupación por los portugueses del territorio oriental.
Todos estos acontecimientos externos e internos que se cernían sobre el Río de la Plata, fueron advertidos por la Corte Portuguesa, que se hallaba instalada en Río de Janeiro, y se apresuró a apoderarse de Montevideo, enviando tropas para invadirla con el falso pretexto de “escarmentar a Artigas”. La desidia del gobierno porteño ante este suceso permitió que la Banda Oriental se convirtiera en “Provincia Cisplatina” del Imperio del Brasil, para lograr más tarde su independencia en 1828.