desde 1900 hasta 1992
17 de octubre
 
 

Al difundirse el rumor de que Perón está detenido, extraños estremecimientos comienzan a agitar la periferia de Buenos Aires, extendiéndose a los suburbios de otras grandes ciudades. En la tarde del 16, el diario La época aparece con un titular enorme, donde se expresa que la libertad del coronel es exigida de un extremo a otro del país. Ello confirma la noticia de su detención y transforma aquellos estremecimientos en una consigna tácita: hay que dirigirse a la Plaza de Mayo, para concentrarse allí y obtener la liberación del preso. Nadie, aparentemente, ha dado la voz de orden. Pero ésta pasa de fábrica en fábrica, de taller en taller, de casa en casa, de boca en boca.


Los primeros grupos comienzan a moverse en la noche del 16 al 17 de octubre. Se han formado espontáneamente y engrosan mientras avanzan por calles de tierra en Berisso, Ensenada, Boulogne, Avellaneda, Lanús o San Martín. Algunos confluyen en las avenidas importantes y llevan a su frente banderas argentinas.


Los que llegan desde el sur, encuentran levantados los puentes que permiten cruzar el Riachuelo. Ocurrió, en efecto, que el nuevo jefe de policía –Emilio Ramírez–, al conocer la aproximación imprevista de aquellos contingentes, dispuso la medida para impedirles entrar a la ciudad. De poco sirve el recurso, pues la gente pasa como sea, valiéndose de botes y lanchones. Pronto, manos anónimas se encargan de bajar nuevamente los puentes, mientras algunos vigilantes miran para otro lado, permitiendo que prosiga su curso la discontinua marea humana.


No todo habría sido espontaneidad, sin embargo, ya que, según afirman algunos, Velazco, Mercante y el dirigente gremial Cipriano Reyes procuraron despejar el cauce para facilitar la convergencia y aumentar el caudal de esa marea. Sin embargo, como quiera que hayan sucedido las cosas, Mercante queda rápidamente fuera de acción porque lo arrestan.


Hacia el mediodía, las columnas van alcanzando Plaza de Mayo por distintas arterias. La ciudad observa con asombro a sus inesperados visitantes, que vivan a Perón, entonan estribillos propios de las tribunas domingueras, adaptados al caso, agitan banderas celestes y blancas, saltan y bailan con ritmo de murga carnavalesca. No se registran desmanes mayores, son más los ¡viva! que los ¡muera! y el ánimo de los manifestantes es festivo. Cansados, muchos de ellos sumergen sus pies descalzos en las fuentes de la plaza y algún fotógrafo registra el espectáculo. La memoria colectiva ha de haber recordado, acaso, aquella vez en que los hirsutos jinetes federales ataran sus montados a la cercana pirámide.


Las actividades del país se han paralizado. Los trenes no corren, los colectivos tampoco, las industrias y los negocios cierran sus puertas. Al atardecer, la Plaza de Mayo está casi colmada. Y sigue llegando gente de lejos, en heterogéneos medios de transporte.


Perón, que ha aducido hallarse enfermo, es trasladado de Martín García al Hospital Militar.


El gobierno está perplejo. ávalos, su “hombre fuerteâ€, no sabe qué hacer. Farrell, que simpatiza con Perón, mira de tanto en tanto por las ventanas de la Casa Rosada hacia la plaza. Y, ante el aspecto que ofrece, restregándose las manos murmura: “esto se está poniendo lindoâ€. Emilio Ramírez ha abandonado la jefatura de policía, que Velazco recupera de hecho. Otro coronel, Carlos Mujica, relevado en el mando del 3 de Infantería por “peronistaâ€, también lo recobra, apresando a su reemplazante. Puesto el sol, la muchedumbre enciende antorchas.


ávalos, acompañado por Mercante, se dirige al Hospital Militar entrevistándose con Perón. Después avisa a Campo de Mayo que éste hablará al pueblo desde la Casa de Gobierno, más tarde. Por altoparlantes se informa a la multitud que el coronel hará uso de la palabra a las 11 de la noche. La expectativa es enorme y el entusiasmo sube de tono.


Pasadas las 10, Farrell y Perón –que ya han conversado en la residencia presidencial– entran por una puerta trasera de la Casa Rosada. A las 11 en punto, aparecen ambos en el balcón y estalla una aclamación ensordecedora. El grito de “¡Perón, Perón!†inunda el lugar y rebota en los edificios próximos. Por iniciativa de un locutor, se canta el Himno Nacional. Enseguida, Perón improvisa un discurso de circunstancias, con voz algo ronca e interrumpido mil veces por los vítores de la concurrencia. Termina pidiendo que la desconcentración sea ordenada y que, cumplido el paro dispuesto para el día siguiente, se retome el trabajo. La referencia al paro da origen a una frase ingeniosa, que el público corea: ¡mañana San Perón! A partir de entonces, el feriado que se concedería durante muchos años, los 18 de octubre, quedó bajo tal advocación.