desde 1900 hasta 1992
quiera el pueblo votar
 
 
Roque Sáenz Peña llega al gobierno enfermo y con un grave problema por delante: la “abstención revolucionaria†del radicalismo. Los radicales, en efecto, se mantienen apartados de los comicios pues sostienen que no les brindan garantía alguna para intentar la conquista del poder a través de ellos. Y no se equivocan en su apreciación pues, por entonces, las elecciones consistían en un mero procedimiento destinado a respaldar las decisiones del grupo de hombres que resolvía sobre los destinos de la República. Hombres capacitados casi siempre y casi siempre patriotas, pero cuya preeminencia se fundaba en estrechas relaciones que mantenían entre sí –aun cuando estuvieran enfrentados–, coincidiendo tácita o expresamente en mantener un estado de cosas que impedía el acceso de quienes no pertenecían al círculo que conformaban. Con un agravante aún: los vínculos que algunos de ellos habían anudado con intereses británicos, requisito casi ineludible para una carrera profesional exitosa, de la cual solía formar parte el desempeño de cargos oficiales.

El radicalismo, nacido de la “Unión Cívica†que impulsara la Revolución del Parque y que, a la sazón, se había convertido en expresión política de los hijos de inmigrantes, conservando, no obstante, muchas características populares criollas, pujaba por hallar un lugar en la vida pública argentina, bajo la conducción del siempre enigmático Hipólito Yrigoyen. Y, dado que las urnas les negaban ese lugar, los radicales apelaban a la revolución. Cuando, por imperio de las circunstancias, el camino del pronunciamiento armado apareció obstruido, expresaron su rebeldía contra el “Régimen†mediante la “abstención revolucionaria†que, si no le reportaba bancas legislativas ni carteras ministeriales, al menos mantenía encendido el fervor de sus afiliados y simpatizantes, que cada vez eran más.

Tal situación no podía mantenerse indefinidamente. Para atenuarla, los últimos gobiernos habían ofrecido algún ministerio a políticos radicales. Pero éstos rechazaron los ofrecimientos, para no convalidar con su presencia la legitimidad de esos gobiernos. Les bastaba con la mala experiencia recogida cuando Aristóbulo del Valle aceptó una cartera a Luis Sáenz Peña: no la repetirían integrando el gabinete de un hijo de don Luis.