El 16 de junio de aquel año 1955, una revolución sangrienta conmovió la República. Aviones navales arrojaron bombas sobre la Casa Rosada, sin acertar el blanco y cayendo varias de ellas en la Plaza de Mayo y el Paseo Colón. Murieron gran cantidad de transeúntes, ajenos por completo a los sucesos, sin que jamás se llegara a establecer su número. Perón, destinatario del bombardeo, oportunamente advertido abandonó esa noche la sede de gobierno, buscando refugio en el subsuelo del ministerio de Ejército (Edificio Libertador). Desde ese edificio, efectivos de la 3 compañía del Regimiento Motorizado Buenos Aires, junto con los granaderos que custodiaban la Casa Rosada, rechazaron un ataque de la Infantería de Marina, que luego se hizo fuerte en el ministerio correspondiente a la Armada, cerca del Correo Central (actual asiento de la Prefectura). Se intercambiaron sucesivas ráfagas de ametralladora entre ambos edificios. Jefe del movimiento era el almirante Samuel Toranzo Calderón.
Obreros llegados desde las afueras en camiones, reclaman a las puertas del ministerio de Ejército que les sean entregadas armas para defender a Perón. No las reciben. En cambio, el grueso del Motorizado Buenos Aires, que ha abandonado sus cuarteles de Pichincha y Garay a las órdenes del teniente coronel Marcos Ignacio Calmón, avanza por el bajo hasta situarse muy cerca del reducto naval, en condiciones de hacer fuego directo con sus morteros contra aquél, cuyos vidrios aparecen destrozados por las balas.
Los revolucionarios capitulan finalmente, sin que llegaran a tener actuación significativa los “comandos civiles”, organizados para operar en la oportunidad y que alcanzaron a cumplir tan sólo objetivos aislados. El comandante de la Infantería de Marina, almirante Benjamín Gargiulo, se pega un tiro. Al caer la tarde, aparatos sublevados “Gloster Meteor”, de la Fuerza Aérea, enfilan por sobre la Avenida de Mayo y vuelven a hacer fuego contra la casa de gobierno, antes de perderse rumbo al Uruguay, donde se asilan sus pilotos. Poco después, elementos que responden al ministerio del Interior proceden a destrozar y prender fuego a varias iglesias porteñas. Arden así San Ignacio, San Francisco, Santo Domingo, San Nicolás y la Curia Metropolitana, quedando altares destruídos, imágenes mutiladas y quemados valiosos archivos coloniales.
Entre los grupos organizados que así actuaron esa noche, se contó la “Alianza Popular Nacionalista”, sucesora de la “Alianza Libertadora” que, en 1946, acompañara la candidatura presidencial de Perón con una lista propia de candidatos a senadores y diputados por la capital. El andar posterior de la gestión peronista determinó que los nacionalistas la elogiaran o criticaran según el caso. Ya antes de 1955 no quedaba en la Alianza ninguno de sus fundadores, pues habían renunciado anteriormente o fueron expulsados en 1953, ocupando su lugar hombres de acción sin relieve alguno, plegados incondicionalmente al gobierno bajo las órdenes de Guillermo Patricio Kelly, quien, para dejar en claro la ruptura producida, le cambió el nombre a la Alianza, según arriba lo indico. En septiembre del 55, mientras aún se desarrollaba la revolución encabezada por Lonardi, tanques pertenecientes al Motorizado Buenos Aires demolieron a cañonazos la sede aliancista, en San Martín y Corrientes.
El movimiento del 16 de junio y sus secuelas, instalaron una descarnada violencia en el país, que quedó anonadado. Perón, cuya notable habilidad política parecía haber entrado en un cono de sombra, también se mostraba perplejo, sin atinar con la reacción exigida por las circunstancias. El 6 de julio pronuncia un discurso conciliador, invitando a los partidos opositores para iniciar una ronda de conversaciones. Se equivocó al hacerlo, pues la resistencia a su régimen ya no se originaba en los partidos políticos, que nada habían cambiado desde 1946 y que venían siendo inexorablemente derrotados en cuanta elección se llevaba a cabo desde entonces. Los mismos, por otra parte, se mostraron reticentes ante la invitación, aprovechando la oportunidad únicamente para lograr que la prensa difundiera algunas de sus declaraciones, naturalmente adversas al gobierno.
El 31 de agosto, Perón jugó una carta arriesgada. Ofreció su renuncia, en aras de la pacificación nacional. Pero, simultáneamente, puso en marcha la máquina partidaria, a fin de montar una concentración popular donde se le pediría que continuara en el mando. Como culminación de ella, se despacha con una arenga tremenda, anunciando que responderá a la violencia con una violencia mayor y que, por cada peronista que caiga, caerán cinco de sus adversarios. Propone, asimismo, que sus seguidores se provean de alambre de fardo para colgar opositores.
Aunque las amenazas oficiales no se cumplen, una tensión gravísima se aposenta en la República, intensificándose la “ofensiva de los panfletos”. éstos, en efecto, habían reemplazado a las declaraciones y denuncias públicas –que no sólo implicaban riesgo, sino que ni siquiera eran recogidas por los medios de información–, corrían subrepticiamente de mano en mano, galvanizaban la resistencia y erosionaban progresivamente al régimen. Un libro publicado por Félix Lafiandra (h), después de caer Perón, transcribe 200 de dichos impresos clandestinos. Tienen gran repercusión dos “Cartas Abiertas”, de tono claramente revolucionario, que Mario Amadeo dirige al subsecretario de Ejército, general José Embrioni, y que circulan como panfletos.
El 8 de septiembre, el Secretario General de la CGT envió una nota al ministro de Ejército, ofreciendo el apoyo de los trabajadores a los militares, para defender la Constitución y las autoridades nacionales. La posibilidad de que se constituyan “milicias populares”, contribuye a aumentar el malestar imperante y causa alarma en las Fuerzas Armadas.
Una nueva revolución está en ciernes.