desde 1900 hasta 1992
los carapintadas
 
 

La víspera del Jueves Santo –miércoles 15 de abril de 1987– la situación militar hizo crisis. El mayor Ernesto Barreiro se negó a comparecer ante la Justicia Federal en Córdoba y se encerró en el cuartel del regimiento 14 de tropas aerotransportadas, sito en esa ciudad y al mando del teniente coronel Luis Polo, recibiendo el apoyo del jefe y oficiales de la unidad.


Corrió la noticia y se produjo una gran conmoción. El gobierno intentó negociar y medió en la controversia el cardenal Primatesta, arzobispo cordobés. Al llegar la noche, Barreiro ya no está en el cuartel, pero el incidente toma un sesgo imprevisto al avanzar las horas. El teniente coronel Aldo Rico ha abandonado su destino militar, en el regimiento de infantería 18 con asiento en San Javier, Misiones, instalándose en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. Lo secunda un puñado de oficiales, en su mayoría comandos. Casi todos han tenido destacado desempeño en la Guerra de las Malvinas, no se les acusa por su participación en la lucha antisubversiva –aunque hayan intervenido en la misma– y manifiestan moverse en defensa del honor del Ejército, aludiendo a eso el nombre que eligen para denominar su pronunciamiento: “Operación Dignidad”.


Varios de los oficiales y suboficiales, que controlan el acceso a la Escuela copada por Rico, se han tiznado la cara, al modo como lo hacen los comandos para entrar en combate. Por eso, de allí en más, serán los “carapintadas”. Y sus adversarios, los “caralavadas”. Aunque Rico comanda a los “carapintadas”, aparece con la cara lavada.


El estallido de Semana Santa difiere de las clásicas revoluciones argentinas. Pues sus protagonistas manifiestan de entrada que aquello no es un golpe de Estado, que no se proponen apoderarse del gobierno y que sólo exigen respeto para las Fuerzas Armadas; que cesen las citaciones judiciales dirigidas a quienes se han batido contra la subversión y que se ponga fin a la persistente campaña de desprestigio contra los militares que se lleva a cabo desde los medios de difusión, alentada por la administración alfonsinista. Exigen también que se remueva la cúpula del Ejército, a cuyo frente está el general Héctor Ríos Ereñú, radical y vinculado con Lanusse.


El presidente no ignora que le será sumamente difícil someter por la fuerza a los sublevados, pues las reclamaciones que formulan son compartidas por la totalidad de sus camaradas, aún por quienes no concuerdan con el procedimiento elegido para plantearlas. De manera que reprimir a los “carapintadas” aparece como harto problemático. Pronto, en efecto, regístranse pronunciamientos favorables a ellos en distintas guarniciones, como el regimiento de infantería mecanizada 35, con asiento en la estancia patagónica Rospentek y que manda el teniente coronel Santiago Alonso.


Alfonsín organiza una respuesta política al alzamiento. Convoca para defender la democracia y responden a su llamada todos los partidos. Impulsada por las consignas que se difunden por radio y televisión, una multitud se reúne en la Plaza de Mayo, haciendo flamear numerosas banderas rojas. Es domingo de Pascua y el presidente se apresta para arengar a la gente y dirigirla contra Campo de Mayo. Uno de sus edecanes lo invita a reflexionar, cuando ya se encamina al balcón. Alfonsín recapacita y anuncia, en cambio, que irá personalmente a intimar la rendición de los rebeldes.


Llega a Campo de Mayo en un helicóptero. Los “carapintadas” le rinden honores, en reconocimiento a su investidura. Se registran momentos emotivos, particularmente cuando el presidente advierte entre aquellos oficiales a un ex combatiente inválido, que está en su silla de ruedas con un fusil sobre las rodillas.


Aunque esto será desmentido luego por el gobierno, allí se concluye un acuerdo sobre la base de una negociación, prácticamente cerrada previamente con el ministro de Defensa, doctor Jaunarena, después de oficiar como intermediario entre las partes el coronel Vila Melo. Alfonsín regresa a la Capital Federal, vuelve a hablar al gentío que lo aguarda en la plaza, informa que los rebeldes –a quienes califica como “héroes de Malvinas”– han depuesto su actitud y expresa en resumen: “la casa está en orden, ¡felices Pascuas!”.


Mientras tanto, en la escuela de Infantería, Rico y los suyos se abrazan eufóricos, pues consideran haber logrado su objetivo.


Algunos remezones sobrevienen enseguida. El día martes, la inquietud alcanza varias unidades, particularmente al regimiento 17 de Infantería, asentado en Tucumán a las órdenes del teniente coronel ángel León. El general Ríos Ereñú es reemplazado, como Jefe de Estado Mayor del Ejército, por el general José Segundo Dante Caridi. Echa a andar el trámite para sancionar la “ley de obediencia debida”, que beneficiará a los militares que hayan actuado en la guerra antisubversiva cumpliendo órdenes superiores. Y se juzga a Rico y a otros sublevados bajo la figura de “motín”, no muy rigurosa.


El aire cambió en el país a partir de Semana Santa. Pues el gobierno se ha mostrado vulnerable. Nadie cree, en efecto, que no haya negociado con los rebeldes de la Escuela de Infantería. De modo que sus reiteradas negativas al respecto suenan como falsas. El “Plan Austral” comienza a desquiciarse.


Los radicales, fundados en las adhesiones recibidas con motivo del pronunciamiento de Rico, estiman conveniente suscitar el recuerdo de otro pronunciamiento dirigido contra ellos –en 1930–, por considerar que tal evocación ha de beneficiar a su partido. Y, en consecuencia, eligen la fecha del 6 de septiembre, aniversario de la revolución del general Uriburu, a fin de realizar los comicios previstos para elegir nuevos gobernadores provinciales. La especulación falla, pues, tal como sucediera más de medio siglo antes, el radicalismo sufre un descalabro. Electoral esta vez. Ya que los peronistas imponen sus candidatos en la mayoría de las provincias, incluida la de Buenos Aires, donde triunfa Antonio Cafiero. El oficialismo gana tan sólo en Córdoba y Río Negro.


Y la situación militar no está resuelta, ni mucho menos. Los “carapintadas” imputan al gobierno no haber cumplido lo pactado en Semana Santa, ya que ven un enemigo en el nuevo Jefe de Estado Mayor del Ejército, la amenaza de otras citaciones judiciales por la guerra antisubversiva no está conjurada y saben que, a través de la criba que suponen las Juntas de Calificaciones, se irá expulsando de las filas a quienes hayan tenido participación activa o pasiva en los sucesos de abril.


Corre, entretanto, en las guarniciones, un video donde se explican las motivaciones de los rebeldes. Aunque son sancionados quienes permitan su exhibición o asistan a ella, ningún militar lo deja de ver. Incluso en los casinos de oficiales y en el Edificio Libertad, sede de la Armada, donde se lo analiza durante una reunión convocada por la superioridad.


Cierta mañana de enero de 1988, Aldo Rico desaparece del domicilio particular donde está detenido, luego de haber dejado la Escuela de Suboficiales General Lemos en que se hallaba preso, valiéndose de un resquicio procesal que lo favorecía. Cunde la alarma al desconocerse su paradero. Aparece por fin, en el regimiento 4 de infantería, en Monte Caseros, Corrientes, cuyo mando recibe del teniente coronel Jorge Igarzábal. Por medio de la red militar de comunicaciones informa que, no habiendo el gobierno cumplido con lo pactado en Semana Santa, prosigue la “Operación Dignidad”, desconociendo la autoridad del general Caridi. Simultáneamente, un grupo, compuesto por oficiales de la Fuerza Aérea y algunos civiles, ocupa el Aeroparque Metropolitano.


El pronunciamiento no tiene esta vez los efectos esperados por sus protagonistas. Es recuperado el Aeroparque y Caridi logra movilizar tropas que cercan la unidad rebelde, después de haber concedido Rico una conferencia a la prensa extranjera. Pronto llueve con intensidad. Y un camión del Ejército que se desvía de la ruta hace estallar una mina, perdiendo un oficial una pierna a raíz de ello. A las 17.30 del 18 de enero, Rico se rinde sin presentar combate.